“Hoy nació para ustedes en la ciudad de David un Salvador que es Cristo Señor. En esto lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” (Lucas 2, 11-12).
En este pasaje del Evangelio de Lucas aparece el primer signo de la pedagogía del Dios cristiano. El primer reconocimiento de su presencia encarnada en la historia es un niño recién nacido, desvalido, desprotegido, sin albergue seguro “porque no habían hallado lugar en ninguna posada” (Lucas 2,7).
El niño-Dios nace en el desamparo. Nace en el total desconocimiento de que esa pobre cuna de Belén esconde el misterio de la salvación de todo hombre. El niño Dios nacía en un oscuro y remoto rincón de Palestina sin ningún tipo de notoriedad y agasajos. Difícil de asimilar que Dios se hizo hombre desde la extrema pobreza, desde el límite de la sobrevivencia. Tan lejos de los lujos y las ostentaciones de los “poderes sacramentales” de un festejo navideño, tan frívolo y vacío de sentido en el mundo contemporáneo.
Este es un mundo que no niega lo sagrado, simplemente invierte su contenido: sacraliza lo frívolo, lo superficial; borra el nivel sobrenatural de los hechos. La Navidad es un ejemplo paradigmático de esta afirmación.
Los que no tienen asidero en la realidad, necesitan vivir de las fantasías evasivas y de las euforias alienantes. La Navidad, muchas veces, se transforma en esa otra cara del exceso: el de la fiesta desbordante de encuentros impersonales, de abrazos de ocasión que no dejan ninguna huella en el alma. La Navidad se convierte en un consumo de falsas alegrías y de afectos superficiales.
El misterio de la cuna de Belén queda recluido en el subsuelo de una vaga conciencia religiosa
La máxima real es que se celebra lo que se vive o se trata de vivir, sino todo es una parodia de encuentros felices. La cuna de Belén nos llama al recogimiento espiritual para elaborar qué significa esa vida que viene para nuestras vidas. Nos llama a salir de nuestras anestesias existenciales, a despertar nuestras sensibilidades ante tanta orfandad humana.
Con la presencia del niño Dios todo tiempo histórico queda abrazado por este acontecimiento. Esa pobreza conmovedora de la cuna de Belén nos tiene que hacer mirar lo que pasa alrededor de nosotros. La presencia de Jesús marca un camino de doble dimensión: saber mirar y saber comprometerse.
Mirando alrededor, nuestra región, América Latina, vemos como la cuna de Belén se prolonga en otras cunas paupérrimas de niños harapientos buscando, incluso, refugios insalubres para tener el mínimo amparo.
América Latina está regada de llantos y de lacerantes desolaciones que gritan al Dios oculto la plegaria de la compasión y la justicia. Ausencias, desapariciones, dolor, pobreza, golpean a muchos pueblos.
Las tres víctimas principales de este clima de dolor en esta historia contemporánea son: los niños, los pobres indigentes y las mujeres.
Las caravanas de migrantes, hacinados en los espacios en los que luchan por sobrevivir, son el gran espectáculo de la ignominia histórica, de la desigualdad imperdonable, de aquellos que deciden el destino de otros. En esas caravanas también va el niño Dios, en la tristeza infinita de esos niños sin horizontes; en la desolación de esas mujeres, muchas de ellas vejadas en sus derechos elementales; en hombres marchitos, vencidos por el deshonor y la desesperanza.
No son pocos, son millones. ¿Cuál es el festejo de la Navidad para ellos?
¿La cuna de Belén llega, una vez más, para nuestro consumo gratificante anual, o es algo radicalmente opuesto? ¿No será que ese niño viene a traer algo, a darnos un mensaje que nuestra naturaleza frágil pide?
Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. Es la superación de un cierto romanticismo pueril. Es la noche en que Dios se hizo hombre, es la noche de su nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión.
Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche
Ha hecho de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta fiesta, en nuestro corazón y en nuestra vida.
La Navidad es un llamado a la vida, a la plena vida. Y ante una cultura dominante en el mundo, que en muchos lugares apuesta a la muerte y la degradación, la cuna de Belén es un llamado a la transfiguración de toda realidad mortecina en luz de vida.
Cuando decimos: “Es Navidad”, afirmamos que Dios ha dicho al mundo su última, su más profunda y bella palabra en el Verbo hecho carne; una palabra que ya no se puede retirar, porque es la obra definitiva de Dios, porque es Dios mismo en el mundo.
La cuna de Belén está allí esperando nuestra respuesta y adoración. Su pobreza, su desamparo, deben mover nuestro corazón como signo ante tantos hermanos que sufren y que sólo podrían “festejar” su inanición vital. Ni la avalancha de ruidos internos y externos, con su función teatral de fuegos de artificios, podrá apagar este misterio naciente que trae el consuelo integral para las grandes masas desheredadas de la historia.
*Profesor de Historia