En la biblioteca paterna no figuraban la Biblia ni Papini. Mi yo niño no los echaba de menos. Los descubrí adolescente en la que fuera la agnóstica biblioteca de mi abuelo. La vieja casona de Santa Lucía guardaba para mí impensados tesoros. Abrí por primera vez las páginas de una Biblia, y me topé con el Gog de Papini.
«Todo mi ser- que ahora se ha renovado con mi retorno a la Verdad- no puede menos que aborrecer todo lo que Gog cree, dice o hace», aclara Papini al comienzo del libro, pero basta leer algunas de sus creaciones anteriores, para verificar que sigue hablando de lo mismo del otro lado del mostrador. En esa primera lectura no entendí -no podía-, a qué Verdad se refería el autor florentino.
La verdad
Giovanni Papini (1881-1956) bautizado a escondidas por su madre -su padre era uno de esos jacobinos que describe Rodó-, casado con una dama católica en 1907, no había dejado de ser el anarco ateísta que años después apologiza la guerra.
En 1914, publica en su revista Lacerba un artículo que titula «Amiamo la guerra». Veamos qué dice: «Siamo troppi. La guerra è un’operazione malthusiana. Fa il vuoto perché si respiri meglio. Lascia meno bocche intorno alla stessa tavola». Somos demasiados, hay que hacer espacio para respirar mejor. Tiene que haber menos bocas a la misma mesa.
Una concepción de la persona que recuerda la del otro florentino. «Los hombres son ingratos, volubles, disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias […] los hombres son siempre malos […] olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio», dice Maquiavelo. ¿Por qué no considerar entonces abominables la paternidad y los espejos que multiplican el número de los hombres, como postula el heresiarca del cuento borgeano?
Un problema y una postura que mantiene vigencia y para la que hoy, sin renunciar a la guerra, se propone remedios diferentes. Así, el neomalthusianismo al uso impulsa evitar los nacimientos (aborto, infanticidio, esterilización, promoción de conductas sexuales infértiles), y acelerar las defunciones (suicidio asistido, eutanasia, y -hay hasta quien afirma- difusión de virus artificiales).
El ecologista sir David Attenborough dice que la humanidad es «una plaga en la Tierra», la banquera Christine Lagarde que «los ancianos viven demasiado» y el hoy Ministro de Finanzas japonés, que los longevos «deben darse prisa y morir». De los tres citados, la joven Lagarde recién cumplió 64, el ministro 80 y el caballero inglés 93. Y no parecen tener apuro en marcharse.
Papini modestamente pensaba en la guerra convencional. Coincide con él su camarada Filippo Tomasso Marinetti (1876-1944): «la Guerra no puede morir porque es una ley de la vida. Vida = Agresión…», escribe el creador del Futurismo. Marinetti sobrevivirá a las dos grandes contiendas mundiales. Morirá de un infarto.
Gabriele D’Annunzio, no solo cantó la guerra sino la hizo con suicida entusiasmo. Quería «una bella muerte, que es la corona estrellada del combatiente del aire», morir «en el esplendor del día y de la poesía». La parca lo fue a buscar en 1938 con un derrame cerebral. Tenía 75 años.
Papini, rechazado por cuestiones de salud no participó en la guerra que tanto decía amar.
El amor
Y después sucedió la guerra. La real, con sus millares de muertos, y su secuela de destrucción. Mientras los hombres se mataban cubriendo de sangre los campos de Francia, Papini escribía. Su amigo Domenico Giuliotti (1877-1956) le dice: «has escrito al dictado del diablo, has sido por veinte años un envenenador de ti mismo y de los demás».
Papini conocía como todos el resultado de la guerra. Los muertos, los huérfanos, los mutilados. D’Annunzio los glorificaba. A Papini le dolían. Él también era responsable. Ahora le apena el llanto de las madres. Ya no piensa que después de cierta edad las madres solo sirven para llorar…
La Verdad
Y de pronto, no se sabe bien por qué, y tal vez no haya una sola causa, -no se puede creer demasiado en las «Memorias» como bien dice Fattoruso- Giovanni Papini se convierte al catolicismo. Pasará de la negación tenaz a la más fervorosa afirmación. Así, publica en 1921 su Historia de Cristo.
Lo hace con el confeso propósito de exponer que «el ejemplo de un hombre que, después de tanto despotricar […] vuelve junto a Cristo […] no es exclusivamente privado y personal».
El Otro
Hay una relación entre el que deja de fumar y el converso. El exfumador opta por la religión de la salud. Pero siempre aparece el tentador que -aun inocente- ofrece el cigarrillo. Y el otro, que sigue fumando, y ve en el converso la prueba de su propia debilidad. Por eso, dice Papini: «el convertido está siempre, en el fondo del alma, un poco turbado. […] un aleteo fugaz de tentación bastan para devolverlo a las viejas torturas del espíritu. Le queda siempre la sospecha de […] haber simplemente adormecido, al Otro que habitaba en su cuerpo».
Y quiere conquistar adeptos, pero teme un nuevo contagio, al tiempo que se siente superior por haber logrado lo que otros no. Y cuando habla a sus hermanos para convertirlos «le urge -acaso más por el deseo de ser eficaz que por un sentimiento de orgullo- presentarse como ejemplo […] de salud espiritual».
«El hombre es una Bestia que debe convertirse en Ángel», repite Papini. Antes de Pascal, ya lo había afirmado santo Tomás y antes aún Aristóteles. D’Annunzio también predica el triunfo del espíritu sobre la carne miserable. Pero su icaria ascensión no va hacia el ángel sino al superhombre.
Ni siquiera el olvido
Este hombre nuevo asume su pasado. «Es posible renegar de lo pasado, mas no se le puede destruir», dice Papini. Borges compartirá, muchos años después, conceptos similares: «Ni la venganza ni el perdón, ni las cárceles, ni siquiera el olvido puede modificar el invulnerable pasado».
No hay novedad en estas expresiones. El pasado no puede cambiarse. Pero sí contarse de distintas maneras. Y esa operación orwelliana, la vemos desgraciadamente, todos los días.
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