El historiador escocés Thomas Carlyle (1795-1881) fue, además, escritor, filósofo, matemático, catedrático y rector de la Universidad de Edimburgo. Su obra, particularmente su concepto del héroe, influyó notablemente sobre Zorrilla de San Martín y no poco sobre Rodó.
La concepción del héroe en Carlyle, es la de ese ser que, señala Zorrilla, «sostiene y representa la civilización en que está compendiado». Sí, es verdad, pero, ¿solamente eso? Zorrilla da un paso más, dice: «Artigas recibió una revelación de lo alto; oyó y cumplió un decreto de Dios». ¿Y cuál sería ese mandato? Porque no todos los que creen que reciben instrucciones directamente de Dios, están en lo cierto.
Los seguidores de Hitler creían (y tal vez, él mismo lo creyera) que existía un espíritu objetivo del pueblo alemán y que, además, el hombre más perfectamente impregnado de ese espíritu debía ser el Führer. En este caso, un conductor muy especial, porque estaba, no como tope, sino por encima del Estado. La historia ha condenado al austríaco como la antítesis del héroe.
Stalin, por su parte, seguramente no creía seguir órdenes divinas. Pero de él no hay mucho más que decir que de Hitler. Basado en una filosofía diferente es exactamente lo mismo: el satán.
Esos individuos nada tienen que ver con el héroe de Carlyle, y menos aún con el de Zorrilla. ¿Será semejante al que describe Ovidio Fernández Ríos en el himno que nos enseñaran en la escuela: «para la Patria un Dios»? Llevado al extremo parecería que su espíritu tiende a descolgar los crucifijos, ya no como durante aquel jacobinismo de paredes en blanco que combatiera Rodó, sino a sustituirlos por la pintura de Blanes.
Dice Lauxar (Osvaldo Crispo Acosta) que, en el Artigas que percibe Zorrilla. «No es a la gloria de las armas y del mando la que […] celebra en su personaje, sino otra muy distinta, sin formas ostentosas, íntima y callada, la de una elevación espiritual que no desfallece, aunque sufre, que no cede jamás, que persevera en el infortunio, y a pesar de todo, se sublima en el mismo aniquilamiento final de su poderío exterior. Nada más trágico y noble que el cuadro de Artigas vencido».
Los actores secundarios
El héroe es un ser social, ni más ni menos que cualquier otro ser humano. No es un semidiós como aquel Hércules que ese artero tombeur de femmes de Zeus había engendrado de Alcmena, la hija de rey de Micenas y esposa de Anfitrión.
Para cumplir su misión, el héroe aparece rodeado de otros actores que, en el drama, son más o menos importantes.
Leyendo a Leandro Ipuche (1889-1976) en su Hombres y Nombres Libro cincuentenario (1909-1959) recuerda a «uno de los privilegiados hombres que entraron con Artigas al Paraguay»: Florentino Cabrera. El hombre había estado veinte años acompañando al general en su exilio en tierras guaraníes. Pero le había llegado el momento de volver a su patria. Se presentó, entonces, ante Artigas pidiendo esa dispensa.
Autorizado como solicitaba, lo único que le encomendó Artigas fue que tratara de ubicar a su hijo José María porque quería verlo antes de morir, y si fuera posible que lo trajera él mismo.
Cabrera regresó a su país, que ahora se denominaba Estado Oriental del Uruguay, se presentó ante las autoridades y fue destinado a la Fortaleza del Cerro como oficial artillero.
Florentino buscó a José María y lo encontró, trasmitiéndole el mensaje de su padre. Se trataba del único hijo de Artigas de su matrimonio con doña Rosalía Villagrán (1775-1824). Según Nomenclatura de Montevideo, de Alfredo Castellanos, en su actualización 1991-1996 por Antonio Mena Segarra, José María había nacido en Montevideo en 1806 y fallecido en 1841, es decir a los cuarenta y seis años.
Lo que dice Ipuche
Recién pudo concretarse el deseo de José María de cumplir la voluntad del padre, cuando durante la Guerra Grande (1839 -1851) se le designó para integrar una delegación al Paraguay. También Florentino Cabrera había encontrado su oportunidad, por lo que dirigió a sus autoridades con un planteamiento que recoge Ipuche en su trabajo y que, más allá de un error de imprenta en la versión del texto, es también para leer, como dice Ipuche, con simpatía y entrador cuidado.
El documento está fechado cuatro de setiembre de 1845 y en la transcripción de Ipuche dice así:
«Exmo. Señor
El capitán don Florentino Cabrera, de 67 años de edad, hoy en servicio en la Fortaleza del Cerro con la venia de mi jefe y debido respeto, a VE me presento y digo:
Que hace cinco años vine de la de la ciudad del Paraguay, habiendo estado en él el espacio de 22 años, emigrado de este estado con el General Artigas.
Fui encargado por dicho general llevase a su hijo José María Artigas, que reside en esta Capital, pues quería verlo antes que concluyesen los pocos años que le quedaban de vida.
Mi decisión por la causa que hoy sostiene la República, sin embargo de mi avanzada edad, me hizo tomar las armas en que permanezco. Pero hoy, agobiado por los años y enfermedades de que adolezco, puedo asegurar a VE, Exmo. Señor, que necesito aquel temperamento para reparar mi salud…».
Después señala que José María había sido nombrado en la delegación y pedía que se le incluyera.
La nota tiene dos aspectos a destacar. Uno menor, que es el error en la edad. De ser un hombre de 67 años habría nacido en 1778, cuando su madre tenía tres.
Lo importante es lo que Ipuche resalta de la solicitud cuando dice: «necesito de aquel temperamento para reparar mi salud». Necesita un abrazo de su jefe como una pócima de sanación. Eso «nos hace pensar, señala el poeta y escritor olimareño, en el amor duradero de sacrificio que Artigas supo infundir en los hombres que lo acompañaron».
Ese es el Artigas que debe ser objeto de los historiadores. Decía Zorrilla que más que enseñar, la misión del historiador debe ser infundir el sentimiento racional de amor a la Patria. Y la Patria es más que un territorio, es una entidad moral. «La Historia, hermana de la Poesía, es la lactancia de los pueblos; continúa la obra generatriz de los héroes».
Sin duda, Ipuche lo había comprendido bien.
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