En nuestra nota de la semana anterior nos referíamos al jurista Raphael Lemkin, su trágica vida de triste final y su contribución al Derecho Internacional. Lemkin no solamente acuñó la palabra «genocidio», de la cual se usa y abusa, sino que dio una definición que, no solo la RAE recoge en su diccionario, sino que informó la «Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio»de las Naciones Unidas en 1948.
La intención era evitar que los terribles actos de exterminio cometidos durante la Segunda Guerra Mundial no volvieran a repetirse. La importancia del hecho es que a través del Art. II del texto, se definía por genocidio los actos intencionalmente cometidos buscando destruir «total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo».
Claro que una cosa es el deber ser que establecen las normas y otra diferente es su eficacia. Los genocidios han existido antes y después de la Convención. Y pocos responsables han sido juzgados. Además, como hace notar la Dra. Rachel Burns, profesora asociada en Criminología por la Universidad de Nueva York, «es posible que muchos Estados no reconozcan un genocidio cuando otros lo hacen». La frase, pronunciada en 2018, sigue vigente. Y si no se han podido castigar (por lo menos en esta Tierra) todos los genocidios posteriores a las ambiciosas palabras de la Convención, menos han podido serlo los anteriores. Algunos ni siquiera han sido alcanzados con la sanción moral del repudio. En algunos casos, porque no han sido suficientemente difundidos, en otros, por la pertinaz negativa de los gobiernos en reconocerlos.
Entre la historia y la literatura
Este texto del malogrado poeta norteamericano Vachel Lindsay (1879-1931) publicado en 1914 y denominado El Congo, puede servir como una buena pista.
Desde la boca del Congo
Hasta las Montañas de la Luna.
La muerte es un elefante,
con ojos de antorcha y horrible,
Estridente y con una métrica fuertemente acentuada.
Flanqueado de espuma y terrible.
BOOM, robar a los pigmeos,
BOOM, matar a los árabes,
BOOM, matar a los hombres blancos,
HOO, HOO, HOO.
Escucha el grito del fantasma de Leopoldo
Como el viento en la chimenea.
Ardiendo en el infierno por su anfitrión mutilado a mano. /
Escucha cómo los demonios se ríen y gritan
Cortándose las manos, en el Infierno.
¿A qué se refiere con ese «fantasma de Leopoldo» que se quema en el infierno con refinada crueldad? Relata Vargas Llosa en un ensayo de 2001, que el historiador norteamericano Adam Hoschild (1942- ), a partir del hallazgo de una cita de Mark Twain, encontró espeluznantes datos sobre el rey de Bélgica Leopoldo II. Sus investigaciones lo llevaron a escribir El fantasma del rey Leopoldo publicado en 1998. El fantasma es el mismo que el de Lindsay, pero Twain había hecho su parte en 1905. A su vez, el trabajo del autor de Huckleberry Finn se inspiraba en los aportes de Edmund Morel, un exempleado de una compañía naviera que se había ocupado de investigar el tema del Congo y había tenido contacto con los informes de misioneros protestantes destacados en el lugar, lo que terminó en la fundación de la Asociación para la Reforma del Congo. El impulso de Morel fue fundamental para el esclarecimiento de la situación de esa región que desde entonces fue conocida como «Congo Belga», aunque su nombre oficial era Estado Libre del Congo. Y en los hechos, hasta 1909 territorio del rey Leopoldo que se hizo inmensamente rico a un costo en vidas de nativos, que algunos estiman en diez millones.
Así, en su opúsculo El soliloquio del Rey Leopoldo, Twain le hace decir al monarca: «he gobernado el Estado del Congo durante veinte años, no como fideicomisario […] sino como soberano absoluto, inviolable, por encima de toda ley, sus millones de habitantes como propiedad privada, […] su trabajo, con o sin salario […] el caucho, el marfil y todas las demás riquezas del país, reunidas para mí por hombres, mujeres y niños bajo la coacción del látigo y la bala, el fuego, el hambre, la mutilación y la horca».
Transcribe, además, fragmentos del diario de un empleado de la empresa en poder del cónsul británico. Los soldados deben devolver los cartuchos no usados: «y por cada uno usado debe entregar una mano derecha. A veces gastan uno cazando algún animal y entonces le cortan la mano a un hombre vivo. […] en seis meses el Estado había gastado en el río Mambogo seis mil cartuchos, lo que significa seis mil personas asesinadas o mutiladas».
Un manipulador real
¿Cómo consiguió el hábil rey ocultar sus maniobras ante la vista de todo el mundo? Tal vez no de todo el mundo, porque algunos lo veían y dirigían la mirada hacia otro lado. Pero manejar cifras astronómicas de dinero siempre facilita comprar voluntades dispuestas a ser compradas. Aunque también hay otras que no se venden. Entre estas últimas se encontraba el escritor Konrad Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad (1853-1924). Este capitán de marina había conseguido un empleo de su profesión en una empresa naviera belga (obviamente dentro de la red comercial de Leopoldo II) que recorría el río Congo. Si bien Conrad no pudo resistir más de seis meses los horrores que le tocó presenciar, le sirvió de inspiración para su novela El corazón de las tinieblas que publicó en 1899. La naturaleza fantástica de su trabajo le permitió llegar al gran público con un tema que, por más que tuviera la forma literaria de la novela, trasmitía lo que Vargas Llosas llama «la verdad de las mentiras», porque «toda buena literatura, dice el peruano, es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos». La obra de Conrad le dio –antes que Morel y que Twain y, por supuesto, que Hoschild– uno de las primeras aproximaciones de esta tragedia al gran público.
Transcurridos ciento cincuenta años, algunos autores entienden que las estimaciones de víctimas durante el técnicamente llamado Estado Libre del Congo, carecen de fundamento o son exageraciones. Otros dicen que no cabe la definición de genocidio, porque la política de Leopoldo II no perseguía la intención de exterminio, sino de explotación.
Otros suben la apuesta y elevan la cota a trece o quince millones. Más allá de denominaciones y de cifras, se ha recogido suficiente información como para afirmar que estamos ante uno de esos períodos de la historia, de los que sus perpetradores merecen el repudio de las futuras generaciones.
Para servir a este propósito no hay que dejarlo olvidar.
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