“Los antiguos, cuando a la manera de Petronio Arbiter, describían el prostíbulo, no lo llamaban sino por su propio nombre, y así, esa corrupción descubierta no causaba daño al que deseaba preservarse de ella”, dice el medio madrileño La Unión Católica en su edición del sábado 30 de noviembre de 1895. Señalaban esta característica porque entendían que la literatura de su tiempo presentaba “la disolución de las costumbres adornándola con ligeras y agradables tintas”. La emprendían, particularmente, contra la novela de Dumas (h) La Dama de las Camelias. Convengamos en que alguna razón asistía al periódico español: la costumbre de no llamar a las cosas por su nombre se ha tornado pandémica. Con el agravante de que si alguien intenta aplicar la nomenclatura tradicional sufrirá las consecuencias. No se equivoca el articulista español cuando afirma que Petronio en su Satiricón no usa maquillaje en su pintura de la corrupción romana de la época de Nerón.
La dificultad de saber algo sobre Petronio, que no sea extracto de la novela Quo Vadis de Henryk Sienkiewicz, radica en la que hay pocos datos sobre él. En cambio, se conservan fragmentos de su obra, que con los años se han armado a modo de puzle. Fueron apareciendo piezas perdidas en distintas bibliotecas europeas, que se fueron conjuntando hasta identificar al presunto autor. Lo poco que se conoce sobre Petronio es gracias a Tácito, aunque también otros autores lo mencionan.
El retrato de Tácito
“Pasaba el día durmiendo y dedicaba la noche a sus quehaceres y diversiones; así como otros alcanzan la gloria trabajando, él la había alcanzado vegetando; y no se le tenía por un vicioso, como a la mayoría de los que dilapidan sus bienes, sino por un refinado vividor. Cuanto mayor era la despreocupación y abandono reflejados en sus palabras y su conducta, mayor era también la simpatía que despertaba su aparente sencillez. En la dignidad de procónsul, en Bitinia, y luego en la de cónsul, se mostró enérgico y a la altura del cargo.
Posteriormente, recayendo en sus vicios reales o aparentes, fue admitido en el reducido número de los favoritos de Nerón. Era el árbitro de la elegancia: el príncipe, por hastío, no encontraba agradable y delicado sino lo que previamente Petronio le recomendaba. De aquí la envidia de Tigelino, como ante un rival que le llevaba ventaja en la ciencia del placer”. Es así como este intrigante consigue un falso testigo, que compromete a Petronio en una conspiración contra Nerón, quien dio órdenes de detenerlo.
Petronio, sigue Tácito: “No resistió la idea de aguardar entre el temor y la esperanza. Sin embargo, tampoco se quitó de repente la vida, sino que se abría caprichosamente las venas, las cerraba, las volvía a abrir, y a la vez charlaba con sus amigos sin adoptar un tono serio ni pretender dejar a la posteridad un ejemplo de valor. […] Escuchaba a sus interlocutores, que para nada mencionaban la inmortalidad del alma ni las bonitas máximas de los filósofos; tan sólo quería oír poesías ligeras y versos fáciles. No trató de adular con misivas, como suelen hacer los condenados a la última pena, ni a Nerón ni a Tigelino ni a ningún otro personaje influyente; al contrario, bajo el nombre de jóvenes impúdicos y mujeres depravadas, describió el inaudito refinamiento de las orgías del príncipe y, lacrado el relato, lo envió a Nerón. Acto seguido, destruyó su anillo por temor a que se usara luego para ocasionar nuevas víctimas”.
El Satiricón
Se entiende que no fue este el escrito que le envió a Nerón. No habría tenido tiempo de prepararlo. Como señala el filólogo y traductor español Lisardo Rubio Fernández (1915-2006), el texto recuperado no tiene principio ni final, esas son las partes que se destruyen primero. De lo rescatado se aprecia al autor como innovador. Petronio hace hablar a sus personajes de acuerdo con su condición. Hasta entonces se imponía la unidad de tono. Todos los personajes hablaban el mismo lenguaje. No importa si se trata de filósofos, historiadores, criados o pescadores.
Según los críticos, la parte más lograda de la obra son los capítulos dedicados a la Cena de Trimalción. Se trata de un liberto enriquecido, que, en ese banquete relata el origen de su fortuna. Vendido como esclavo cuando un niño pequeño, dice: “Hice durante catorce años las delicias de mi amo: no hay nada de vergonzoso en dar gusto al amo. Por otra parte, daba satisfacción también a la señora. Ya sabéis lo que quiero decir. Me callo, pues no soy de esos vanidosos…”.
La obra está repleta de situaciones de homosexualidad pedófila. Como señala Rubio Fernández: “Las escenas populares, las conversaciones anodinas, las aventuras groseras, las costumbres inmundas que llenan su libro le parecen interesantes por sí mismas”. Solo describe lo que ve.
Aunque también hay lugar para lo fantástico, como el relato del liberto Nicerote.
El hombre lobo
Nicerote, invitado a hablar por Trimalción duda: “Tengo cierto miedo a que estos intelectuales se rían a cuenta mía. Allá ellos; con todo, voy a contar mi historia; pues ¿qué me quitan con reírse de mí? Cuando yo era todavía esclavo […] quisieron los dioses que me enamorara de la mujer de Terencio, el tabernero […] Melisa la Tarentina, una preciosidad, una alhaja de mujer. Su marido se encontró con la muerte un buen día en la casa de campo. Yo trabajé de pies y manos, me desviví por entrevistarme con ella: pues, como suele decirse, la amistad se demuestra en los momentos de angustia”.
Aprovechando la ausencia de su amo, Nicerote le pide a un huésped que tenían alojado, que lo acompañe “hasta el quinto miliario” [unos 2900 m], con la intención de ver a Melisa. Se trataba de un soldado, por lo que la protección estaba asegurada. Se ponen en camino bajo el claro de luna y se detienen en un cementerio. Entonces Nicerote observa sorprendido que su compañero “se había desnudado y había dejado toda su ropa al borde de la calzada. Solo me quedaba un leve aliento en la punta de la nariz; permanecí inmóvil como un muerto. En esto, él, formó un círculo de orina alrededor de su ropa y al instante se convirtió en lobo. Cuando se hubo transformado en lobo, empezó a aullar y desapareció en el bosque.
Yo, en un principio, me sentí desorientado; luego, me acerqué a recoger sus ropas: pero se habían petrificado. Si los sustos mataran a la gente, yo ya no estaría con vida. Eché mano no obstante a mi espada y seguí mi camino dando sablazos a las sombras hasta que me vi en casa de mi amiga. Mi aspecto, al entrar, era el de un fantasma; estuve a punto de sufrir un colapso; me caía el sudor por el entrecejo, mis ojos estaban muertos; me costó trabajo reponerme”.
Melisa le revelará algo aún más sorprendente.
“Si hubieras llegado antes, le dice, nos hubieras al menos echado una mano; pues entró en la granja un lobo y desangró todos nuestros animales. Sin embargo, no salió del todo con la suya, aunque logró escapar; uno de nuestros esclavos le atravesó el cuello de una lanzada”.
Se acercaba la luz del día y Nicerote partió raudo hacia donde se encontraba la ropa petrificada. Al llegar, continúa: “Me encontré únicamente con sangre y nada más. Cuando llegué a casa, mi soldado estaba en cama, resollando como un toro; un médico le estaba vendando el cuello.
Cada cual piense lo que le plazca sobre este asunto; si es mentira lo que digo, caiga sobre mí la ira de nuestros Genios Tutelares”.
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