Ramoncito era un mecánico de los de antes.
Comenzó siendo muy joven, en un taller llamado “El chingolo” que se especializaba en la reparación de arranques, engrases alineación y balanceo.
Estaba ubicado en el barrio Durán, en los pagos de Durazno. El barrio Durán en aquellos tiempos era muy diferente al actual. En su mayoría había casas para distracción masculina: timba, alcohol, cumbia y muchachas con escasa ropa.
Tener un taller mecánico en la zona era una idea muy progresista, ya que más de uno, para salir de los centros nocturnos, tenía algunos problemas de arranque y balanceo.
Allí fue que Ramoncito empezó a trabajar y aprendió mirando.
Claro es que el hecho de no prepararse adecuadamente en la profesión hizo que se transformase a la larga en un improvisado, hablador y chapucero.
Esto le sucedió a Ramoncito cuando “El Chingolo” bajó la cortina. Tuvo que rebuscársela por su cuenta, con lo poco que sabía.
Nunca fue de mucha capacidad, pero trabajar tantos años en un área específica hacía que la gente creyera que era un buen mecánico en general.
Pero la verdad era muy distinta. No es lo mismo revisar bujías o tapas de distribuidores que trabajar con una caja de cambios.
Los cambios, tan necesarios y fundamentales en la marcha, siempre fue materia pendiente para nuestro mecánico barrial. Nunca se llevó bien con la ubicación y el sentido de los cambios. Aquello de la primera a la cuarta era un tema prohibido, de las cajas automáticas ni hablamos.
“Y ahora vienen con quinta”, dijo un día, entre sorprendido y asustado.
Cuando le venían con un tema de caja de cambios, el trataba de eludirlo con cualquier excusa. No estaba preparado, pero bobo no era. Se dio cuenta con una vieja Ford desarmada que la caja tenía muchos engranajes y que por lo tanto debería llevar muy buena lubricación.
Pero era tan ignorante, creía que la R de la empuñadura de la palanca de cambio era por aquello de andar “rapidísimo”.
Un buen día se vio apretado por unos clientes y para zafar del apriete, se declaró en cuarentena alegando una colitis contagiosa. Puso un cartel en la puerta del galpón un cartel que decía, “Cerrado por cuarentena”.
Cuando le golpeaban en la puerta del galpón, Ramoncito apenas se asomaba y decía: “No voy a atender porque la cuarentena debe ser total y hay que cumplirla a rajatabla”. A lo que agregaba: “Todos tendrían que cumplirla, el bicho anda en el aire”.
Y mucha gente en el barrio se asustó y le hizo caso al falso afectado. Claro que igual elegía clientes, porque vivir, tenía que vivir. Si se trataba de cambiar bujías, destapar un primus o engrasar una cadena de bicicletas, les abría.
Pero un día Cacho, el vecino, le recriminó por la situación y su irresponsable accionar, ya que lo vio haciendo una changa y podía contagiar y desatar una pandemia.
A lo que Ramoncito contesto: “A lo mejor me expresé mal, la cuarentena no es obligatoria y no es total”.
Ante esto, el Cacho le dijo, “Entonces te traigo el Fusca, tiene problemas con la marcha atrás”.
“Tráelo”, le dijo Ramoncito, “que en marcha atrás, ando clarito, te la dejo nuevita”.
Gran caradura.
Sí… ya sé. Te hizo acordar a alguien.