Cuando se supo de las muertes, los rumores desbordaron como espuma de cerveza. Cada uno aportaba lo suyo a la historia recibida: que fue un crimen pasional, un asalto, una vendetta mafiosa, un desborde policial, o todo eso junto y algo más.
Como la historia no parece contener afrodescendientes, muchos suponen que no sucedió en los EE. UU. de América. Otros dicen que, en este tipo de escenarios, para que aparezcan datos étnicos es imprescindible que una autoridad, como la de Shakespeare, así lo disponga. Desde el título sabemos que Otelo es el morocho de Venecia. Después, generoso con los colores, les pone ojos verdes a los celos. Bécquer también reparte verde para ojos de náyades –que, al fin, son seres del agua– y hurís del Profeta aprovechando un vacío coránico. Muchos años después, Dalton cursando Jardinera (así llamaban al preescolar en aquellos tiempos) dibujó un pollito y lo pintó de verde, lo que le valió la reprimenda de la maestra, quien ignorante de sus antecesores, tronchó, además, lo que hubiera sido una brillante carrera en las artes plásticas.
Pero volvamos al tema. Entre todos los diretes e interpretaciones que se tejieron, aun cuando el caso fue intensamente recogido por los diarios, a nadie, por más exaltada que hubiera sido su imaginación, se le habría podido ocurrir que Dalton estaba escribiendo una novela. Nadie sabía que Dalton estaba escribiendo una novela. Él mismo lo ignoraba hasta que se sorprendió haciéndolo.
Estoy escribiendo una novela, se dijo, ¡qué ridículo! Y, sobre todo, qué poco original: un policía escribiendo una novela. Aunque, ¿qué puede ser original? ¿Un sacerdote escribiendo una novela, como el padre Brown? Tendría que leerla… De todos modos, esto no es una novela, ni siquiera un cuento, es solo un pasatiempo. No, eso sería pasar el tiempo y no me sobra precisamente. Para pasatiempo están los partidos de fútbol, como este que acabo de ver entre Uruguay y Eslovenia, países que tendré que buscar donde están, cuando tenga tiempo. Veamos…, un remedio. ¡Eso! Un remedio para conjurar mis demonios interiores.
Mucho después, verificó que su justificación, tampoco era muy original, pero esa es otra historia.
Personajes…, usaré a mis camaradas, les cambiaré algunos detalles, tal vez el nombre. Aunque de todos modos no debo preocuparme si soy demasiado realista porque nunca van a saberlo. ¿O será: no ‘debe’ preocuparme? Claro que, si solamente lo pienso, no hay problemas. Mientras no lo escriba… Pero si soy el narrador lo tengo que escribir. ¿O el que lo escribe es el escritor? En realidad, el narrador es siempre el escritor. Él es el verdadero criminal. Él es quien pone esas ideas macabras en la mente de los personajes. Él es el verdadero culpable, aunque trate de disimularlo más o menos hábilmente. Aunque se cambie el nombre o el sexo como aquella George Sand que, en realidad, era Amandine Dupin, probablemente hermana de Auguste Dupin, que fue otro famoso detective de la época.
De todos modos, no es importante, porque ya dije que no estoy escribiendo un cuento. Con esta declaración, todos los errores gramaticales quedarán comprendidos en una generosa indulgencia plenaria.
Empecemos con esta detective sentada en el escritorio, o en la silla del escritorio (si estuviera –o estuviese– sentada en el escritorio, le vería las piernas) que estoy observando a través del vidrio de mi despacho. Debo decir de ella que es bella, bella y enigmática. Tiene un nombre exótico: Kutza Delbondy, que denota su origen magyar. Su familia podría provenir de Eslovenia, pero ella debe haber nacido aquí. Edad… suficiente para ser detective. ¿30? Y de su carácter, ¿qué se puede decir? Es enigmática. Pero ¿lo será solo para mí que la miro boqueando como un pez en la pecera? ¿O será tan enigmática que no es posible agregar nada más?
Y después está este gordo obsequioso y un poco amanerado…
Veamos:
En algún momento alguien descubrió que esa sucesión de ocho cadáveres, cada uno con ocho puñaladas, con los labios pintados de rojo, con un cartelito enganchado en la ropa con la palabra R.I.P., obedecía a la acción de un asesino serial.
Tal vez fue otro detective quien hizo notar en la secuencia de las muertes etapas de ocho lunes.
Pero sin lugar a duda, quien más aportó a la solución fue el jefe Dalton. No otro sino él señaló que, en las cartas del Tarot, el ocho corresponde a la Justicia y que la posición horizontal de los cadáveres coincidía con el símbolo del Infinito. De ahí saltó a la lemniscata de Bernoulli.
El sargento detective Norman Sánchez estaba habituado al vertiginoso ritmo mental de su superior y por vieja costumbre permaneció mirándolo con expresión perruna a la espera de explicación.
“Sí, dijo Dalton, por lemniscata debe entenderse una figura geométrica descubierta por el matemático Jacques Bernoulli por 1700 y que parece un ocho acostado o más bien, una rosa de dos pétalos”. Esto dijo Dalton posando sus glaciales ojos grises, que esta vez parecían estar sufriendo el efecto invernadero, en la bella y enigmática detective Kutza Delbondy.
“Un ocho”, pensó Sánchez, y la extraña química del recuerdo lo llevó a las atracciones mecánicas del Rodó Park de su infancia en la lejana Montevideo, pero no en Minnesota, sino en un pequeño país sudamericano llamado Uruguay. Se veía niña de unos ocho años (entonces se llamaba Norma) conduciendo los autitos de “El Ocho” o andando en el “Gusano Loco” a una velocidad solo comparable a la de la mente del jefe, que ahora sí, lo miraba con sus ojos de siempre mientras continuaba hablando.
“La obra maestra de Bernoulli, Ars Conjectandi (el arte de la conjetura) fue publicada por su sobrino, no casualmente, ocho años después de la muerte del maestro”.
Conjeturó Dalton, que el hecho de haber muerto Bernoulli por tuberculosis no era de menor importancia. Discurrió también que lemniscata viene de lemnisco, que, en medicina, se denomina a una cinta de fibras sensoriales que se localiza en la protuberancia y el bulbo raquídeo del tronco del encéfalo. Los lemniscos se dirigen desde los núcleos olivares al tálamo, recorriendo en su trayecto la cara externa de los pedúnculos cerebelosos. Dedujo Dalton, y así dispuso, que la investigación debía orientarse a profundizar en “olivares” y en “tálamo”.
No tardó la bella y enigmática Kutza Delbondy, bajo la protectora mirada de Dalton, en aportar una información que resultó clave: el conde-duque de Olivares, antes de ser nombrado Grande de España, vivió en Sevilla en el año 1608.
El sargento detective Sánchez contribuyó con otro dato valioso. Descubrió un pasaje de Hamlet, donde el término “tálamo” aparece adjetivado como incestuoso. Agregó, ante la general sorpresa, que en la Inglaterra shakespeariana el matrimonio de cuñados así era considerado.
Dalton cotejó personalmente el ángulo de entrada de las ocho puñaladas en los ocho cadáveres. Hizo analizar el lápiz labial y las letras de revistas que formaban la palabra R.I.P.
Y con todos estos datos se logró definir el perfil del “sudes”. Para las mentes no criminales, debemos aclarar que sudes significa SUjeto DESconocido, que es justamente, a quien se quiere conocer.
Las indagaciones policiales llevaron a procurar la detención de un masculino en el 1608 de la calle Sevilla, finca lindera con un comercio dedicado a la venta de aceitunas, a la sazón, cerrado por duelo. Este individuo, que resultó estar casado con una de sus primas, vendía cosméticos, que importaba directamente, al parecer, sin pasar por la aduana. No fue casualidad que el sujeto se llamara Amleto Spagna y la prima-esposa, Ofelia Grande. Tampoco fue casual que el intento de Spagna de resistirse a la autoridad, lo convirtiera en occiso, como se lo denominó en el parte. El sargento detective Norman Sánchez se encargó personalmente con un disparo certero y fatal. En la casa se encontraron revistas mutiladas. Y en la cartera de la señora de Spagna un labial, que al no coincidir con el usado en los crímenes (era rojo-frutal y no coral-naranja) exoneró a la señora de toda culpa. Pareció sobreabundante la declaración de la novel viuda sobre el sobrino que vivía a ocho cuadras, y que hacía collages infantiles con trozos de revistas.
El caso fue cerrado con los plácemes del alcalde, los merecidos ascensos para Dalton y la bella y enigmática detective Kutza Delbondy, el archivo del expediente abierto a Sánchez por Asuntos Internos y el suspiro aliviado de la comunidad.
El mismo periódico donde se publicó la buena nueva, daba cuenta en la página fúnebre del fallecimiento en la Paz del Señor y con la Bendición Papal, de Rimberland Iñaki Péretz, un oscuro vendedor de aceitunas arrebatado por la tisis, e ignorado asesino serial, que solía dejar en sus víctimas cartelitos con sus iniciales.