Batlle había regresado de Europa con la idea de impulsar un sistema colegiado que sustituyera al presidente de la República. Y no es que fuera original porque la propuesta ya se había hecho. La diferencia es que ahora era el poderoso conductor político quien la impulsaba. Era una de las muchas propuestas que se proponía introducir en la reforma de la rígida Constitución de 1830. Carta que de tan marmórea, hubo que reformar primero los procedimientos para su reforma. No sé si no había cuestiones más importantes, pero el hecho es que la discusión se centró en el apoyo o no al colegiado. Colegialistas a favor de Batlle, anticolegiales en contra de Batlle.
Entre los anticolegialistas, cuyo liderazgo dentro del partido colorado ejercía el senador Dr. Pedro Manini Ríos, estaba José Enrique Rodó, quien no ocupaba cargo alguno. Si algo le faltaba a Rodó para colmar la paciencia de Batlle, era agregar al rosario de contradicciones que jalonaron la relación entre ambos, oponerse al colegiado. Tampoco los blancos apoyaban la idea. De modo que la coincidencia era definida por el batllismo con la palabra «contubernio», tanto como una asociación con fines indignos. Y la opción se planteaba: si vence Batlle (colegiado) vence el pueblo; si vence el «contubernio» (presidente) pierde el pueblo. Las elecciones para constituyentes se realizaron el 30 de julio de 1916. Y «por singular aberración política» -como interpreta Giudici en su hagiográfico Batlle y el batllismo-, el pueblo se expidió abrumadoramente contra el colegiado. No importa que después cambiaran las cosas. Rodó no lo supo.
Sin retorno
Para ese entonces Rodó ya no estaba en Montevideo. Así lo recuerda Antonio Soto (Boy): «Rodó partió para Europa el día 14 de julio de 1916. La noche antes, desde uno de los balcones del Círculo de la Prensa, dirigió unas palabras a sus amigos. Eran las últimas palabras que sus amigos habían de oír de labios de aquel hombre excepcional. Y como si lo hubiera presentido, fueron palabras absolutamente desprovistas de sentido político, o mejor dicho, inflamadas de un gran sentido político, del único sentido político que correspondía a la voluntad de un patriota que sabía mirar las cosas de arriba abajo. Rodó formuló votos porque al volver a la patria se hubiese realizado la conciliación».
Esa posibilidad de irse requería que «le pusieran el pasaje en el bolsillo y le aseguraran el yantar en Europa», dice su amigo Víctor Petit Muñoz. Es la revista bonaerense Caras y caretas (no confundir con nada similar actual) quien hace viable esa necesidad de partir. «Sin exigencia ninguna de nuestra parte. Sabíamos que Rodó […] pasaba “una hora de tristeza”, y quisimos evitarle todo lo que pudiera ser una amargura en su voluntario destierro, facilitándole su tarea y allanándole toda dificultad económica», consignará la revista argentina en su necrológica del 12 de mayo de 1917.
Petit Muñoz, por su parte asocia la voluntad de partir de su amigo a «la atracción invencible de la Implacable, de la gran Demoledora».
El 18 está en Río de Janeiro, el 21 en Bahía y el 27 en Cabo Verde. Arriba por fin a Lisboa el 1° de agosto. De ahí a Madrid donde se encuentra con Juan Ramón Jiménez. El 8 ya está en Barcelona y el 12 en Marsella. El 17 en Génova, se siente mal. Parte para la ciudad termal de Montecatini. Allí el Dr. Petrocchi le prescribe diuretina. Pese a ello sigue a Pisa, Liorna, Duca y Pistoia.
El 1° de octubre está en Florencia. Después, sigue a Módena, Bolonia, Parma. Milán. En Turín, el Dr. Emilio Perrero lo encuentra resfriado y con una pertinaz bronquitis. Demacrado y desaliñado sigue a Tívoli. El 20 de diciembre llega a Roma. Visita al escultor Ángelo Zanelli que está culminando la estatua de Artigas, que se emplazará en la Plaza Independencia en 1923. En la capital de Italia lo encontrará el fin de año de 1916. De allí a Nápoles, desde donde enviará a su madre el 21 de febrero, su última tarjeta postal. El resfrío continúa. Y la nefritis.
El 3 de abril hace su último movimiento: se aloja en el Hotel des Palmes en Palermo. Su estado es calamitoso. Nadie sabe quién es ese extranjero excéntrico, que no se afeita ni se baña, que apenas come y que deambula como un fantasma. El 29 la camarera lo encuentra en su habitación retorciéndose de dolor. Al día siguiente se le traslada al Hospital San Saverio. Muere el 1° de mayo, de tifus o meningitis, o tal vez de soledad. Sepultado en el cementerio de Palermo, habrá que esperar el fin de la guerra para que Baltasar Brum lo mande buscar.
Un hombre
Pero Rodó no era solamente un ser sufriente, como consigna en su Diario de Viaje. Un documento íntimo, una serie de apuntes más o menos en clave, que obviamente no pensaba publicar. Tampoco estaba recopilando información para un trabajo en ciernes. Y claramente indica sus pocos deseos de morirse. La investigadora Inés de Torres, en un interesante trabajo publicado por Cuadernos del CLAEH en 2019, aporta unos datos hasta la actualidad celosamente expurgados de las biografías de Rodó. «Aspecto de su vida deliberadamente sepultado en silencio», dice Emir Ramírez Monegal.
Nuestro insigne escritor era un cuarentón soltero y sin compromisos, paseando por una Europa, que a pesar de la guerra, mantenía su oferta de espectáculos y su vida nocturna. Y Rodó no solo se daba tiempo para escribir el material con que cumplía su corresponsalía. Al llegar a Portugal entrevista al presidente Bernardino Machado y envía su nota a Caras y caretas, mientras escribe en su Diario: «En busca del Moulin Rouge», transcribe de Torres. En Florencia relata el Diálogo de bronce y mármol, donde hace hablar a las estatuas de Perseo y David. Y anota en su Diario: «De noche – Folies Bergères».
«No faltan tampoco claras referencias a […] encuentros sexuales con mujeres», continúa la implacable investigadora. En Nápoles anota: «Nardones 98 – Ana o Emilia – rusa de Odessa – 5 francos». En Montecatini, donde el médico le receta diuretina, asiste a un «scherzo lascivo estilo Moulin Rouge» y a una «serata rosa (pornográfica)».
¿Será en esta clave que debemos interpretar su nota sobre los gatos en el Foro de Trajano?: «Gatunos son nuestros crímenes. Económicas, tibias y falaces nuestras virtudes, pulcritud de gato. […] Suplimos nuestra timidez para afrontar las puertas bien guardadas, con nuestra habilidad para marchar por las cornisas y trepar por los muros».
Entre la carne con sus (no tan) frescos racimos, y la tumba con sus seguros ramos, oscilaron los últimos meses de Rodó. Es difícil imaginarlo gastando su dinero en emborrachar a Lulú con su champán. Y no será por esas, ya centenarias andanzas nocturnas, que lo recordamos. Menos aun vamos a salir a condenarlo. El aporte tampoco está destinado a probar que no era precisamente un santo laico. Pero de algún modo lo libera de esa pesadez del bronce. Rodó no es una estatua que dicta conferencias. No es un bloque de mármol en cuyo pie se talla alguna grave sentencia. No es un conjunto de libros en la biblioteca. Además, de un pensador excepcional, fue simplemente un ser humano que sufrió, amó y partió, a su manera.
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