Hace unos años Jorge Edwards escribió un artículo en El País de Madrid titulado “La culpa la tuvo Rodó”. Recogía una opinión, muy difundida en su tiempo y reverdecida en los últimos años, sobre la influencia que tuvo en la formación intelectual latinoamericana su concepción idealista, contracara del pragmatismo anglosajón con su eficacia económica. Se condena la idea rodoniana cuestionadora del “vulgarizado concepto de la educación, que la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por ese utilitarismo y una especialización prematura la integridad natural de los espíritus”.
El llamado “arielismo” fue visto así como una ensoñación elitista, un renacimiento del clasicismo ático, afincado en torno a la idea del cultivo del espíritu y de la belleza, con desprecio de la atención a las necesidades materiales de la vida.
Pese a la enorme repercusión que tuvo el Ariel en el continente, atribuir tanta responsabilidad a un escritor parece, por cierto, algo desmesurado. En el caso, además, no se ajusta a la densidad de un pensador bastante más complejo y mucho menos a la realidad de nuestra cultura, que viene impregnada del desprecio al trabajo manual, que ya está en los latinos, y del ideal nobiliario tan afín a España, a la que mucho ha costado asumir los ideales “burgueses” del culto del trabajo, el valor del comercio y de la iniciativa individual.
Lo que sí ha combatido Rodó es la vulgaridad y los excesos de la especialización, en la búsqueda del equilibrio de aquella Atenas que “supo engrandecer a la vez el sentido de lo ideal y el de lo real, la razón y el instinto, las fuerzas del espíritu y las del cuerpo”.
Una lectura mutilada
Esta misma lectura mutilada de Rodó es la que ha llevado a que sea usado como un emblema del antiyanquismo cuando su opinión es admirativa de “lo que aquel pueblo de cíclopes ha conquistado directamente para el bienestar material”, esperando -eso sí- que “el espíritu de aquel titánico organismo social, que ha sido hasta hoy voluntad y utilidad solamente, sea también algún día inteligencia, sentimiento, idealidad…”. Preocupado por la formación de una plutocracia “enriquecida y soberbia”, advierte sobre el riesgo que ella representa para los ideales liberales. No hace falta decir que el período de gobierno que acaba de terminar en los EE.UU., con la escenificación grotesca de la toma de la Casa Blanca, es el testimonio inequívoco de esa parte oscura del inmenso progreso material del coloso del Norte que denunciaba Rodó al principio del siglo XX.
En cualquier caso, es importante en nuestros días reconquistar para la formación de nuestra juventud un debate serio sobre Ariel y el arielismo. No dudamos que las nuevas generaciones le verán como de un idealismo algo desapegado de la realidad, pero también les mostrará la necesidad imprescindible de la reflexión y el pensamiento en esta época de correcaminos en que, a salto de mata, creemos estar informados con los titulares noticiosos que nos ofrece un teléfono.
El político
Otra dimensión importante de la necesaria perspectiva sobre Rodó es la del actor político, que vivía la angustia propia del intelectual pleno de matices y obligado a transar diariamente con las exigencias de una realidad nunca atada a los manuales teóricos. Ante todo, digamos que fue un colorado de sólida convicción, que creía que la Defensa de Montevideo frente a la tiranía rosista fue “lo más grande que se haya realizado en suelo americano a partir del último cañonazo de Ayacucho”. Del mismo modo que afirmaba: “De todos los caudillos del Río de la Plata, contando lo mismo los que le precedieron que los que vinieron después de él, Rivera fue el más humano; quizás, en gran parte, porque fue el más inteligente”. “Quiso en todo momento, para sí y para sus actos, un ambiente de libre publicidad; y hay un decreto que lleva su firma y es para él un timbre de honor como homenaje tributado a la libertad de pensamiento”. Con toda razón escribió que la campaña de las Misiones “es la página que más sin reserva podamos vincular al hecho de nuestra definitiva independencia, de nuestra constitución como nacionalidad”.
Apoyó con entusiasmo las dos candidaturas presidenciales de Don Pepe. La segunda, en 1911, es posterior al tan mentado debate sobre los crucifijos en los hospitales, que motivaran su célebre polémica con Pedro Díaz. No fue un debate con un colorado sino con un diputado “liberal”, que por vez primera había entrado al Parlamento en nombre de ese novel partido. En cualquier caso, Rodó integró la propia lista parlamentaria de Batlle y apoyó su candidatura, del mismo modo que más tarde se distanció de él por su propuesta de gobierno colegiado.
Rodó era un intelectual, un espíritu independiente, y era natural que pudiera coincidir como discrepar frente a la fortísima personalidad de Batlle, un líder político que impulsaba un programa de profundas reformas desafiando fuertes oposiciones. En la propia cuestión social, Rodó fue miembro informante de la Ley de 8 horas y de la Ley de Creación de los Liceos Departamentales, pero -a la vez- cuestionó lo que vio, en algunos momentos, como “extremo radicalismo” de las propuestas del presidente. La altura de esos debates honraba a sus actores, como honró sin duda al Partido Colorado, en que alternaban hombres de esa jerarquía política e intelectual.
A 150 años de su nacimiento, la figura de Rodó se erige como central en la evolución de la literatura de habla española, a la que enriquece con una prosa “modernista” solo comparable en armonía a la de las sonoras poesías de Julio Herrera y Reissig o Rubén Darío. A la vez, como un pensador insoslayable, que nos sigue desafiando a pensar de qué modo conciliamos el irrefrenable avance científico con los requerimientos de una naturaleza humana que siempre reclama algo más.
*Abogado, escritor, periodista, presidente de la República Oriental del Uruguay 1985-1990, 1995-2000.
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