Es nueva esta milicia. Jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas espirituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tampoco tiene nada extraordinario —aunque no deja de ser laudable— presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe: así vemos por todo el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha espiritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito […].
Bernardo de Claraval, Loa a la nueva milicia, escrita entre los años 1132-1136.
La vida de Bernardo de Claraval (San Bernardo) puede interpretarse acaso como un símbolo del siglo XII, en el que se integran sin discordia los diversos aspectos de este período, quizá el más fecundo y diverso de la Edad Media. Fue un siglo de reformas tanto religiosas como económicas, tanto culturales y arquitectónicas como militares
Todo este impulso reformista estuvo precedido por la Reforma Gregoriana en el año 1075, en la que el papa Gregorio VII, a través de su Dictatus Papae, confirmó la autoridad espiritual y política del papa sobre la Europa cristiana. El fin de esta bula reformista era limitar el poder de los laicos (señores feudales) sobre la Iglesia, confiriéndole al papa la dirección total de la cristiandad occidental y otorgándole a la Iglesia la autonomía correspondiente con respecto a los poderes feudales, considerando en ese sentido a la cristiandad como una suerte de república cristiana cuyo gobierno estaba bajo la dirección del sumo pontífice.
Pero no todos aceptaron esta bula, pues desde hacía siglos se había instalado la costumbre, tanto en abadías como en monasterios, de recibir el patronazgo de los señores feudales, lo que instalaba aún sin quererlo una influencia política laica ajena al orden puramente eclesiástico. En ese contexto, marcado obviamente por el conflicto interno, Gregorio VII consideró la importancia de enviar un ejército cristiano a la península ibérica contra el islam, y luego Urbano II vio en la primera cruzada a Bizancio, una acción común a todos los cristianos capaz de aglutinar sus fuerzas.
Bernardo de Claraval y el Císter
Hacia el 1090, en el castillo de Fontaine les Dijon en Borgoña, nació Bernardo de Fontaine que pasaría a ser conocido como Bernardo de Claraval y póstumamente como San Bernardo. Su padre era el duque de Borgoña. Después de cumplir los 22 años, entró en el monasterio cisterciense que había fundado unos pocos años antes Roberto de Molesmes y que quedaba muy cerca de su casa paterna. Este hecho fue determinante, y en sus escritos reivindica cómo la vieja fuerza de la regla de San Benito yacía renovada en los monasterios y abadías del Císter.
Los orígenes del Císter están ligados a este Roberto de Molesmes que era monje cluniacense y abad de San Michel de Tonnerre, y nunca había estado conforme con la vida monástica de Cluny, ya que según su interpretación no se cumplía debidamente con la regla de San Benito.
La regla de San Benito de Nursia fue la primera regla monástica de la Iglesia cristiana de Occidente. Antes de él, el monacato estaba regulado por la tradición Oriental que era la más primitiva de todo el cristianismo, que estipulaba que los monjes debían vivir retirados de la vida mundana, viviendo en soledad como ermitaños.
San Benito de Nursia, en cambio, propone el equilibrio como base fundamental para la nueva vida monástica en la que el trabajo y la oración de complementaban armónicamente: Ora et labora. Pero una de las reformas más importantes que establece Benito y que perdura hasta la actualidad fue que los monjes vivieran juntos bajo un mismo techo, formando una comunidad a la medida de los Apóstoles.
Por otro lado, la base de este movimiento reformista era que los monasterios del Císter dependían directamente del papa en los asuntos que excedían las potestades de su propia gestión doméstica, siendo este punto esencial dentro de la evolución de la Iglesia.
Orden del Temple: La milicia de cristo
La mentalidad del siglo XII tiene como una de sus características fundamentales la idea de que la cristiandad debe asumir su madurez espiritual y material. Coexisten en ella dos movimientos, uno hacia dentro, reformista, y otro hacia afuera, expansionista; porque en la Europa de aquel entonces, el crecimiento demográfico imponía nuevos desafíos.
J. Le Goff explica claramente cómo las cruzadas, más allá de todo lo que se ha escrito sobre ellas, permitieron a Europa a salir de la congestión en la que se encontraba, y el principal beneficio que tuvieron fue que dinamizaron el comercio interno entre los diferentes reinos cristianos.
En ese proceso surgen las ordenes de monjes guerreros, como la llamada Orden del Temple, que dependían directamente del papa. Esto hizo que por primera vez en la historia el papa también dispusiera de su propia milicia cristiana. En el concilio de Troyes del año 1129, Bernardo fue uno de los autores decisivos en lo que fue la escritura de la regla de los templarios: “[…] yo no sé cómo habría de llamarles, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado […]”. (Bernardo de Claraval).
En definitiva, lo que diferenciaba a estos caballeros de otros guerreros era justamente su ética, como explica Bernardo:
Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. […] Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosamente. Cuando no van en marchas —lo cual es raro—, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestro inmediato o trabajan para el bien común […] Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto. (Bernardo de Claraval).
Es significativo que Bernardo utilice la expresión “miles Christi” para designar a los templarios, teniendo en cuenta que la emplea igualmente para designar la vocación monástica de su propia Orden. Eso en definitiva es así, porque conscientemente quiso que la regla templaria fuera acorde la regla benedictina y cisterciense, y cumpliera con ella en todos sus aspectos.
En conclusión, podemos decir que la orden del Temple fue ante todo un instrumento militar del papa y de la Iglesia de Roma, derivado de la reforma gregoriana. Y tanto los estatutos de la orden, como su actividad estaban regulados por los máximos doctores cristianos de aquel momento. Justamente esa simbiosis entre el monje y el guerrero era el ideal buscado por aquellos pensadores del siglo XII.
Con el desastre de San Juan de Acre en Tierra Santa y la retirada cristiana de Chipre en 1291, la orden fue puesta en duda. Los templarios seguían recibiendo donaciones, lo que desdibujó la finalidad económica de la orden. Por otra parte, el conflicto mantenido entre Felipe IV de Francia y el papa Bonifacio VIII a causa de unos tributos que el primero quería poner sobre el orden eclesiástico en Francia, provocó una serie de hechos bochornosos que culminó con el nombramiento de dos nuevos papas, Benedicto XI y Clemente V en un breve período de tiempo. Este último terminaría viviendo en Francia bajo la tutela del Felipe IV. En ese escenario los templarios perdieron el apoyo papal que era fundamental para su supervivencia y se inicia un proceso de disolución de la orden que culmina en 1312.
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