Sangre de mestizos. Rekatis de la Guerra del Chaco. Augusto Céspedes. 244 págs. La Paz. Bolivia. 1962.
Hay una literatura latinoamericana antes de Carmen Bacells y el llamado “boom latinoamericano”. Y es una literatura que respira el dolor de las entrañas de nuestro continente.
Augusto Céspedes fue un connotado intelectual, periodista, escritor y político boliviano, integrante de la “generación del Chaco” y de la Revolución de 1952. Al estallar la guerra, fue enviado como corresponsal por el diario El Universal. Inicialmente destinado a la retaguardia, sus primeros reportajes eran de tono humorístico. Luego, al moverse al frente bélico, fue cambiando la dirección de su narración hacia una descripción más cruda y realista que mostraba el horror y la tragedia en su máxima expresión. No hubo conflicto en el siglo XX en América latina tan atroz e inútil. Amerita recordar que más que un problema de límites, temática existente durante largos años y negociada infructuosamente a lo largo de décadas, pero en términos pacíficos, fue más exactamente la guerra privada de dos multinacionales petroleras. La Standard del muy norteamericano Rockfeller y la Royal Dutch Shell, ligada originariamente a los Rostchild, luego de diversas confrontaciones en el extremo Oriente, eligieron como campo de diputa las hipotéticas riquezas del subsuelo chaqueño. La sangre que corría era de indios y mestizos, sangre que visionarios como Sarmiento habían intuido que no servía ni para regar otras partes de América.
Al finalizar la contienda, Céspedes publicó Sangre de mestizos, una colección de relatos cuyo argumento central es la una guerra que ameritaría otra antología publicada con el sugestivo título Crónicas heroicas de una guerra estúpida. Céspedes muestra, entonces, el extremo de barbarie al que se había llevado a la sociedad boliviana, en función de los intereses de las minorías elitistas. Identifica al mestizo como el nuevo ciudadano boliviano, que asumió su identidad luego de enfrentar su realidad en la guerra.
Hay un texto que deviene en atroz metáfora de todo lo previo: El pozo. Aquí, en una geografía hostil en la que, antes que una eventual muerte en combate, hay una agonía asegurada por la deshidratación provocada por la ausencia total de agua en una zona en la que la temperatura puede llegar los 50 grados y bajar en la noche abruptamente. Aquí hay una brigada cuyo mando recibe la orden de cavar en busca del vital elemento. La crónica de una búsqueda desesperada, crecientemente inútil, que se prolonga a través de los días y los metros excavados, es interrumpida por el ataque de los soldados paraguayos que presuponen que sus enemigos han logrado hallar agua.
Ese pozo adquiere una simbología rayana en lo místico. Es el monumento a los esfuerzos inútiles de esos heroicos bolivianos; es también un objetivo estratégico para los hermanos guaraníes que cuando lo logran conquistar encontrarán tan solo una enorme cavidad que supo llegar a los 40 metros de profundidad, pero ahora está tapiado por cadáveres de soldados bolivianos y escombros. Pero es una alegoría de los pozos petrolíferos que sueñan directivos de multinacionales en escritorios muy lejanos, a los que les importa muy poco la sangre de aquí.
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