Los gobernantes suelen sentir una especial propensión a asociar el lapso de su mandato a acontecimientos históricos que celebrar. A modo de ejemplo tomemos el Libro del Centenario del Uruguay 1825-1925, publicado por el Consejo Nacional de Administración. Que el Uruguay surgió como Estado independiente en 1830 ya no era novedad en esa época. Pero la cosa pasaba por… algo que festejar. En 1975 se celebró el «Año de la Orientalidad»; concepto lo suficientemente difuso, pero relacionado con el sesquicentenario de la Cruzada Libertadora. En 2011 fue el bicentenario de la Revolución de 1811. ¿Cuál es el objeto de estas conmemoraciones, además del obvio de figurar en la plaqueta? Lo explica con meridiana claridad Gerardo Caetano: «… la elaboración constante del relato del pasado en relación con la forja del futuro».
El hecho a rememorar en esta nota es también un centenario. Si es del agrado de los mandatarios celebrar centenarios, ¿por qué no lo sería de los escribidores? Aunque el tema que se trata no tiene estricta relación con la forja del futuro. Y, confieso, que eso de la «elaboración constante del relato del pasado» a que alude Caetano me cae orwellianamente mal.
El suceso ocurrió en 1922 y su relación con el Bicentenario estriba en que en el apartado «Las calles del Bicentenario», aparece una mención al Dr. Mario Artagaveytia de quien «se recuerda siempre con admiración su acto de arrojo…».
Un poco de historia
La Constitución que comenzó a regir el 1º de marzo de 1919 desalmó a los pueblos (en la Carta de 1830 se elegía un representante «por cada tres mil almas») y le cambió el género a la asociación política (el Estado Oriental pasó a ser República Oriental). Cualquier alusión a la religión fue laicamente excomulgada con excepción del artículo 5º que, además de declarar la libertad de cultos, reconoce a la Iglesia católica el dominio de todos los templos construidos por el Estado y exonera de impuestos a todas las religiones.
Parecía que la cuestión religiosa se había zanjado entre Dios y el césar, pero la realidad no se cambia por decreto ni aun por normas de superior jerarquía como las constituciones. Se había llegado a esa instancia en un proceso que, pese a no tener la virulencia que sí ocurriera en otros lugares, de todos modos había generado resquemores que persistían. Como recuerda el eminente médico Fernando Mañé Garzón (1884-1960) en una conferencia pronunciada en el Club Católico de Montevideo, el enfrentamiento periodístico subsistía entre El Día y El Bien Público, «en el que terciaba a favor de la Iglesia La Mañana». Esa contienda en la prensa muchas veces se tornaba agresiva.
En la Catedral
En ese contexto ocurre un hecho de sangre en la Iglesia Matriz. El 18 de junio de 1922, con motivo de celebrarse un aniversario del Corpus Christi, el arzobispo de Montevideo oficiaba misa. El periódico El Amigo del Obrero y del Orden Jurídico recoge en su edición del día 22 la versión de un testigo: don Luis González Barbot. La misa de comunión general para hombres había comenzado a la 8.30 y el arzobispo de Montevideo, Dr. Juan Francisco Aragone, estaba disertando sobre la festividad que se conmemoraba. La alocución fue interrumpida por dos detonaciones luego seguidas de una tercera. En ese momento un individuo subía las gradas del presbiterio empuñando un arma.
El arzobispo, advirtiendo que él era el objeto de la agresión, intentó refugiarse en la sacristía, pero el hombre logró acercarse y desde una distancia de dos metros le efectuó dos disparos uno de los cuales impactó en el prelado.
En ese momento, dice Barbot, el Dr. Mario Artagaveytia se lanzó contra el agresor derribándolo y, cayendo también él, logró quitarle el arma. Otras personas ya se habían acercado lo suficiente como para neutralizar al criminal. Mientras Barbot asistía al arzobispo herido llegaron los Dres. Juan Bautista Morelli y un practicante de apellido Sáenz. Mientras se llevaban detenido al herido monseñor Aragone, pedía que no le hicieran daño, «Dios tenga misericordia de él», decía.
Señala el Dr. Fernando Mañe Garzón que el herido fue trasladado al Sanatorio Modelo de Blanco Acevedo y Mañé Garzón en Br. Artigas y Maldonado.
Un loco
Los diarios de la época se expidieron reivindicando o condenando el acto. El Amigo del Obrero recoge los condenatorios. Así, El Diario del Plata dice que «lo explica tan solo el extravío»; La Razón: «un cerebro desequilibrado, en que alienada la razón los actos no pueden obedecer a una voluntad normal»; La Defensa: «un extravío que es síntesis de escuelas bastardas de inhumanidad y locura»; La Democracia: «obra de un cerebro inferior perturbado por las nieblas del odio sectario»; El Telégrafo: «un crimen sectario»; La Tribuna Popular: «un haragán como muchos que se titulan “intelectuales” para no cortarse el pelo y reñir con la higiene»; El País: «el criminal es español y se declara comunista», «obra del extravío y la ignorancia». Mientras tanto, el Dr. Dardo Regules, opina que se trata de «un crimen más que calculado premeditado en el colmo de la frialdad» y que es un producto de un «apasionamiento anticlerical».
El «loco» en cuestión se llamaba Benigno Herrera Salazar, un español de 21 años de edad que había obtenido fraudulentamente la ciudadanía uruguaya. El peritaje profesional, según consignara el Dr. Fernando Mañé, lo describía como un individuo «rubio, de mirada hosca, con el cabello echado hacia atrás, vestido modestamente, denotando signos evidentes de estar bajo la influencia de una fuerte tensión nerviosa». De acuerdo con esa psicopatología lo declararon inimputable y liberaron pocos días después. El hecho induce a pensar si estos expertos que posibilitaron tan rápidamente la exoneración de este individuo no serían una avanzada de los psiquiatras a que refiere Kenneth Goff en su Psicopolítica. Por otra parte, su insanía era peligrosa. Claro que, si tenemos en cuenta que al asesino del presidente Idiarte Borda le tocaron solo cinco años de cárcel, por balear un arzobispo…
A todo esto, el agredido se encontraba delicado. Fue el Dr. Juan Bautista Morelli quien se encargó de dirigir el equipo de médicos que se ocupó de salvar la vida del prelado. Intervenido quirúrgicamente en su clínica por Alberto Mañé, asistido por Mario Artagaveytia y Eduardo Blanco Acevedo, el paciente mejoró gradualmente. Según El Amigo del Obrero, en su edición del 5 de agosto, ya el día 2 de ese mismo mes había oficiado misa.
En octubre de ese año de 1922, el papa condecoró a los doctores Morelli, Mañé y Artagaveytia con la Pontificia Orden Ecuestre de San Gregorio Magno.
En suma: un centenario que bien merece ser recordado.
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