Primera entrega de la fabulosa biografía de Heinrich Schliemann, cuya naturaleza desbordante no puede abarcarse en el breve espacio de una sola columna.
El miércoles 6 de diciembre de 1876 el rey de Grecia despertó con una noticia impactante. Le había llegado una comunicación de la que le costó reponerse. El texto decía: “Es con extraordinaria alegría que anuncio a Vuestra Majestad el descubrimiento de las tumbas que la tradición asigna como pertenecientes a Agamenón, a Casandra y sus compañeros traicionados por Clitemnestra y su amante Egisto durante un banquete”. Este hallazgo en Micenas era comunicado al soberano por un mensaje que tenía la firma de Heinrich Schliemann. Agrega, además, el remitente que como lo hizo “solo impulsado por el amor desinteresado a la ciencia, no pretendo yo de ninguna manera la posesión de aquellos tesoros que, con el entusiasmo más vivo, doy íntegros a la Grecia, ¡Dios quiera que ellos se hagan la piedra angular de una gran riqueza nacional!”.
El monarca no cabía en sí de felicidad, desde aquel día su reinado quedaría asociado a la historia con un broche de oro. Después de todo, había sido él quien autorizó a aquel arqueólogo alemán a horadar el sagrado terreno de la patria. Cierto era que Schliemann a esa altura no era un desconocido. La prensa se ocupaba de él desde que había desenterrado la ciudad de Troya. Todavía no se sabía que la meseta era una caja china. Ya irían apareciendo otras Troyas debajo, en una larga serie con varios capítulos que llega hasta el presente.
El soberano, además, tendría otro motivo para celebrar: al anuncio vendría adosada una espectacular relación de tesoros. Se señalaba particularmente una máscara funeraria que el descubridor, apresuradamente, atribuyó a Agamenón. Schliemann era un personaje controvertido. La prensa de la época publicaba normalmente loas sobre él, pero las críticas le llegaban por parte de arqueólogos o publicaciones que recogían artículos científicos. Le cuestionaban, sobre todo, dejarse llevar por Homero y su formación empírica. Aunque el germano no creía a pies juntillas en la literatura del aeda.
La forja de un mito
La vida de Schliemann merecería más de una o dos películas. Hay toda una mitología en torno a su figura. La primera biografía que encontramos en la prensa española es en la Revista de España, de julio de 1874, que contiene una nota del escritor, periodista, jurista, militar y académico de la Real Academia Española desde 1847 Julio Oliván. Resulta natural que con ese linaje cultural eligiera un medio adecuado para posar su pluma. La publicación es considerada por la página de la Biblioteca Nacional de España como: “Una de las revistas doctrinales, científicas y literarias de más alta calidad intelectual y espíritu liberal-conservador de la segunda mitad del siglo diecinueve, que destaca por su longevidad e independencia política”.
Dice Oliván que luego de tres años de trabajo el arqueólogo alemán había logrado sacar airosa a La Ilíada. Había exhumado de lo alto de una meseta conocida con el nombre de Hissarlik, ubicada en territorio turco, la Troya a que se refería Homero. Desde ahí, el nombre de Schliemann pasó a ser referencia habitual de la prensa y encontró cabida en los libros de historia. Pero ¿quién era este doctor Schliemann que se había transformado en objeto de admiración y polémica? ¿Un aventurero, un buscador de tesoros movido por el lucro? ¿En qué disciplina era doctor?
“Cuando, en Kalkhorst, aldea del Mecklemburgo-Schwerin [a 63 kilómetros de su pueblo natal], a la edad de diez años, entregué a mi padre, como regalo para la Navidad de 1832, un relato, en un mal latín, sobre los principales acontecimientos de la guerra de Troya y las aventuras de Ulises y de Agamenón, estaba lejos de pensar que, treinta y seis años más tarde, ofrecería al público un libro sobre el mismo tema, luego de haber tenido la felicidad de ver con mis propios ojos el teatro de esta guerra y la patria de los héroes que Homero ha inmortalizado con sus nombres”, dijo Schliemann cuando publicó en sendas ediciones en francés e inglés su primer libro, Ítaca, el Peloponeso y Troya,en 1869. Su segunda obra vio la luz el 31 de enero de 1874, con el título Antigüedades troyanas, informe sobre las excavaciones en Troya.
De esos materiales se valió Oliván para su nota.
Frenológicamente políglota
Heinrich Schliemann nació el Día de Reyes de 1822 en Neubukow, un pequeño pueblo en Mecklemburgo-Pomerania Occidental, en un hogar de escasos recursos. De niño su padre le contaba los grandes hechos de los héroes homéricos, historias que marcaron su inclinación. A los catorce años fue colocado, contra su voluntad, como dependiente en un almacén de comestibles, donde sus ocupaciones le hicieron olvidar lo aprendido en la educación formal hasta entonces recibida. Una noche, un joven bien educado, que trabajaba como molinero, le recitó borracho unos versos de Homero que lo impresionaron vivamente. Tiempo después, se empleó con un comerciante. Del dinero que ganaba gastaba la mitad en libros.
Se dedicó a estudiar inglés. Se aplicó después al ruso y a ejercitar la memoria. En seis meses aprendió inglés y en igual tiempo el francés. Invirtiendo solo seis semanas en cada uno, agregó holandés, español, italiano y portugués. Era “frenológicamente poliglota”, dice Oliván. En realidad, había desarrollado un método, que en 1891 se publicó bajo el título Método Schliemann para el aprendizaje del idioma inglés, que se podía adquirir en todas las buenas librerías en forma de veinte folletos trisemanales al módico precio de un marco cada uno. El método consistía en tomar un texto antiguo que fuera bien conocido y otro traducido al idioma que se quisiera adquirir. La idea era aprender de igual modo que los intérpretes simultáneos: escuchar y traducir al mismo tiempo. De todos modos, este caballero tenía capacidades diferentes, en el buen sentido.
A principios de 1846, mejoró su puesto en la casa de que dependía y fue enviado como agente a San Petersburgo. Allí se puso a trabajar por su cuenta. Le dio el tiempo para en 1854 dedicarse al sueco y al polaco. En 1850, alcanzó su preciado objetivo: el griego moderno lo aprendió en seis semanas con el auxilio de amigos suyos naturales de Grecia. En tres meses se puso bastante bien al corriente de los clásicos, especialmente de Homero. Mientras tanto, hacía negocios y se enriquecía cada vez más. Dedicó dos años a la literatura griega y, por supuesto, a su autor preferido. Recorrió Suecia, Dinamarca, Alemania, Italia y Egipto, donde de paso aprendió el árabe, volviendo por Siria y Atenas a San Petersburgo. Toda esa preparación no apuntaba meramente a satisfacer una curiosidad intelectual.
Lo mejor estaba por verse.
Continuará en el próximo número
TE PUEDE INTERESAR: