Segunda entrega de la novelesca vida de Heinrich Schliemann, que abarca los años que lo hicieron célebre.
Habiendo hecho fortuna, Schliemann se dio a recorrer el mundo. En 1863, preludiando el gran objetivo de su vida, visitó la isla de Ulises y, por fin, la región de Troya. Hizo una excursión por India, China y Japón, viaje en el que ocupó dos años. Posteriormente se estableció una temporada en París para estudiar arqueología. De allí marchó a Corfú, Cefalonia, nuevamente Ítaca, península de Grecia y otra vez la zona donde debía estar Troya.
En el otoño de 1871 comenzaron las excavaciones en la meseta de Hisarlik, hasta el verano de 1875. La tarea no era sencilla, hubo dificultades con el oficialismo turco, los griegos, fiebres, tormentas, víboras, el peligro de hundimientos, el descuido, la ineptitud y envidia de trabajadores y pobladores, y las propias limitaciones de la formación de Schliemann. Cita Schliemann como ejemplo, que habiéndose descubierto el piso de una gran calle y temiendo que los operarios lo maltratasen, les dijo, que por allí había pasado Jesucristo a hacer una visita al rey Príamo. Y logró su propósito.
¿Descubrió Troya? Él creyó, o quiso creer que sí. Entre esos años y la actualidad media un buen trecho. La continuidad de las excavaciones, y de los hallazgos, se mantuvo con interrupciones hasta 1938. En esos años los intereses de los países estaban centrados, más que en exhumar, en inhumar los cientos de miles de muertos que produjo la guerra. Recién después de medio siglo se continuaron los trabajos. A la fecha se han hallado nueve períodos históricos en las excavaciones y todavía no hay unanimidad en los investigadores sobre la existencia de Troya en ese emplazamiento. Tampoco era la tumba de Agamenón ni su máscara fúnebre lo que descubrió en Micenas. Dejemos que nos cuente el hallazgo. Primero había encontrado unos sepulcros y decidió profundizar.
Lo que Schliemann escribió
“Excavé primeramente en el lecho de los tres sepulcros […] y encontré una tumba cuadrangular [de 6,5 x 3,5 metros] abierta en el seno de la roca”. A una profundidad de 7,5 metros “tropecé con un yacimiento de pequeños guijarros que cubrían los restos calcinados de tres cuerpos que, evidentemente, fueron enterrados en el mismo lugar que ahora ocupan”. Schliemann halló un total de cinco cuerpos, pero solamente tres tenían la cabeza cubierta con un antifaz de oro macizo, habiendo quedado en uno de ellos adherido una gran parte del cráneo que cubría. “Estos tres antifaces o máscaras están hechos con arte maravilloso y la imaginación un tanto exaltada, piensa ver en ellos los pelos de las pestañas y cejas. Cada máscara presenta una fisonomía que difiere tan profundamente de las demás y al mismo tiempo tan diversa del tipo ideal sobre que se modelaban las de los dioses y héroes, que no se puede dudar de que cada una reproduce las facciones del héroe difunto, cuyo rostro, cubre, pues de no ser así, todas ellas reproducirían el mismo tipo ideal. De ahí, a inferir, que una de las máscaras cubría a Agamenón… Sin mencionar la rapidez con que impuso al rey Jorge de su descubrimiento.
Más allá de estas objeciones y otras que se le imputaban aun ahora, como que escarbando el sitio de la supuesta Troya sin método alguno provocó un “desastre arqueológico” que científicos posteriores tardaron mucho en reparar, el explorador germano se ha ganado su lugar en la historia de pleno derecho. Sin perjuicio, tuvo la valentía de atreverse, dejar las comodidades de su vida, como le hubiera permitido su fortuna, para lanzarse a una aventura que pagó de su propio peculio, movido por su temperamento apasionado y su tenacidad sin pausa.
Murió el 26 de diciembre de 1890 dejando una fortuna de trece millones de pesetas (El Heraldo de Madrid 2/01/1891), sin saber que los restos y objetos de que se jactaba ante el rey griego, pertenecían a una civilización mil años anterior. Luego, la prensa publicó muchas frivolidades e inexactitudes.
Sus amores
Heinrich Schliemann se casó dos veces. La primera, con una aristocrática dama rusa. No era extraño teniendo en cuenta que vivía en ese entonces en San Petersburgo. Y que, además, Ekaterina Lyschin era hija de uno de sus socios comerciales. La boda se celebró el 12 de octubre de 1852, en la Catedral de San Isaac. Del matrimonio nacieron tres hijos: Sergei (1855), Natalia (1859) y Nadeshda (1861). Pero más allá de eso la pareja en sí no tenía mucha afinidad en sus respectivos puntos de vista y objetivos. Esa situación doméstica incentivó al inquieto Schliemann a volcarse al trabajo y a los viajes, que en suma era su forma de huir de una realidad que le resultaba asfixiante. Ekaterina no quería mudarse de Rusia, como le planteaba Schliemann con insistencia.
En 1866, su deseo de fuga le devoraba por dentro. En Rusia no había forma de divorciarse, de modo que pergeñó un astuto plan. Enterado de que Estados Unidos podría, Schliemann se abocó a obtener la ciudadanía estadounidense. Lo logró el 29 de marzo de 1869. Unos meses después consiguió el divorcio en Indianápolis, el 30 de junio de 1869.
El mismo día ya estaba listo para casarse de nuevo. Tenía 47 años y razonaba que debía apresurar la gestión de una nueva consorte. Primero, debía ser griega. No tenía mucho tiempo para a buscar. Carecía de acceso a Internet para googlear “una griega”, entonces, decidió pedirla por carta. Se la dirigió a su viejo profesor de griego, solicitando que le encontrara una que tuviera “el mismo carácter angélico que su madre y hermana”, que fuera guapa, culta, bastante joven para tener niños, que le gustara la Antigüedad griega, así como su literatura y geografía y que quisiera acompañarle en sus viajes.
En segunda vuelta
Algunos dicen que se trató de la sobrina del prelado. El hecho es que el arzobispo Theoklitos Vimpos, destinatario de su pedido, recomendó a una joven treinta años menor que el peticionante: Sofía Engastrómenos. Dos meses y veinticuatro días después se casaron. Tuvieron dos hijos, que, en vez de rusos, recibieron los muy helenos nombres de Andrómaca (1871) y Agamenón (1878).
Esta es la versión oficial. Prefiero la que hace un proficuo escritor italiano, Andrea de Chirico, periodista, escritor y también pintor como su hermano Giorgio, con el seudónimo deQuintilio Maio, nos deja en la revista Legiones y Falanges (1941) una deliciosa descripción del encuentro del arqueólogo con la joven. Recuperada su soltería, había llegado a Grecia, dice Chirico, donde “paseaba vestido de cazador de mariposas por las sórdidas callejuelas del barrio Colanachi, cuando vio en el umbral de una casucha, una muchacha casi desnuda, que, con un cepillo fregaba el suelo con un ritmo, un brío y una fuerza de danza… El homerista se quedó mirándola, después entró corriendo a la casucha y declaró a los padres de aquella Nausicaa plebeya [la princesa que encuentra a Odiseo cuando regresa a Ítaca] que la quería como esposa. Sin embargo, puso una condición. El matrimonio se celebraría al cabo de un año, y cuando la muchacha supiera recitarle de memoria cinco libros de la Ilíada”. Finalizado ese plazo “Sofía Engastrómenos (extraño nombre que significa literalmente Sofía la embarazada) no solo fue esposa y madre ejemplar, sino también, la colaboradora más activa, inteligente y docta del genial arqueólogo”.
Este relato merecería ser el verdadero, porque Schliemann tenía un don especial para descubrir tesoros escondidos y esta dama lo era.
Cuando la noticia de la muerte de Schliemann ganó la prensa, uno de sus compatriotas que le había dedicado mucha tinta, el jurista, escritor y traductor en lengua alemana y española, hispanista e hispanófilo Johannes Fastenrath, escribirá en La Ilustración española y americana del30/1/1891: “Soy la campana que toca a muerto. Hoy, el día 4 de enero, se celebrarán en Atenas las exequias del helenófilo más entusiasta que en nuestro tiempo, tan apasionado del positivismo, tenía el fuego sacro de los vates…”.
Si bien había elegido otro para su tumba, a Schliemann le habría gustado el epitafio.
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