¿Qué será de la vida de “la Orocilia”?
Los otros días, con este asunto de la cuarentena y como para acortar la tarde, me puse a desempolvar fotos viejas y recuerdos de mi juventud, allá en las cercanías del pago de “La Macana”.
Menuda sorpresa me llevé cuando me vi en un retrato, con cerquillo, pelo largo, barba roja tupida y una bombacha bataraza que, según recuerdo, daba que hablar entre las mozas del pago.
Y no es que yo fuera muy bonito, pero la gurisada estaba como embelesada por mi buen gusto al vestir, mi guitarra, la gola, el poncho y mis botas.
Más de una moza suspiró por mis decires criollos al ritmo de las bordonas y una de ellas fue “la Orocilia” que apareció en una fotografía.
¡Qué muchacha de belleza andrógina! Era algo así como un híbrido entre Rita Hayworth y Sylvester Stallone, bella como Rita y con los modales de Rambo.
Orocilia siempre era motivo de comentarios diversos entre sus congéneres, por sus variables en cuestiones ético-morales y sus muy elevadas pretensiones en cualquier aspecto. Cuando estas ambiciones tomaban estado público, solían generar rechazo, en general por su grosero estilo y extravagancias.
Cuenta la leyenda que en un baile, en altas horas de la madrugada, accedió a bailar una polca con el hijo del vasco Mendiondo, el Anacleto. Solo lo hizo para ganar la apuesta, sin pudor alguno, de que ella podía bailar con el considerado, por voto popular, como el más feo del pueblo.
El Anacleto, si bien era fiero, tenía algo que a las muchachas de La Macana lo hacía más que interesante: era el heredero único de la estancia de su padre y eso enamoraba a más de una.
Claro que Anacleto era feo, pero bobo no era y sacarle algo material era más difícil que sacarle jugo a una tejuela.
El asunto es que después de bailar la polca, la Orocilia le hizo una caída de ojos y le regaló una sonrisa de su amarillenta dentadura, culpa del tabaco que masticaba, como para advertirle al hijo del vasco que ella estaba a disposición.
Así empezó el idilio. Cuando empezaron a salir oficialmente como pareja, ella tenía la ilusión que el Anacleto la colmara de atenciones y regalos, pero esto no se daba.
No era de ir más allá de invitarla con una Crush o una Bilz Sinalco. El gesto de mayor derroche se dio cuando le llevó una bolsa de croissant rellenos.
Entonces la Orocilia empezó a jugar otras cartas. Ya fue más intensa en sus insinuaciones.
Lo llevo al centro de la capital a pasear, a ver vidrieras, casualmente de joyerías y le dijo así como al pasar:
—¡Qué linda cadena! ¿Será de oro?
—No sé – contesto – ¿Precisa?
—Sí, claro – le respondió Orocilia.
—Si precisa cadena, hay en el galpón, use tranquila y es más grande como para enganchar el arado.
Con cierto gesto de contrariedad, pero sin perder la calma, la muy interesada agregó:
—¡Mira esas caravanas! ¿Cómo me gustan las caravanas! – insistió.
—Las vacas tiene caravanas, pa’ que no se mezclen con otro ganado y no se pierdan. Si precisa, en el cajón de la oficina hay, use tranquila – le dijo el vasco chico.
Por lo que supe después, el idilio terminó por ahí.
La Orocilia no consiguió la cadena y lo de las caravanas tampoco se le dio.
Sin cadena y sin caravana y sin novio.
No se iba a quedar esperando el anillo y el cintillo.
Hace poco escuché otro caso de gente sin cadena y caravana.
¡Qué casualidad!