Hace unos días la socialista Helena Dalli, comisaria europea para la Igualdad, distribuyó un documento interno entre su personal: «Directrices para una Comunicación Inclusiva». Entre las recomendaciones estaba sustituir Feliz Navidad por Felices Fiestas. En vez de «período navideño», «período de vacaciones». La prensa italiana filtró el documento y Dalli aun insistiendo en que eran solo sugerencias, admitió que el texto no estaba maduro y que había que revisarlo. Una retirada estratégica.
No debería sorprendernos. Oficialmente el Día de Navidad hace muchos años que no existe por estos lares. De todos modos, en su mayoría, las familias nos reunimos a cenar y al llegar las doce brindamos entre el estrépito de los fuegos de artificio deseándonos Feliz Navidad e intercambiando obsequios. Después a las ventanas, para mirar como otros queman dinero en un despliegue de inútil pirotecnia, sin saber exactamente qué festejan. Nos abrazamos como todos los años a la hora de abrazarnos, y luego seguimos la ingesta: pan dulce, nueces, turrón, frutas secas mientras los renos del muñeco de nieve sudan la gota gorda en un rincón.
¿Qué festejamos?
La Navidad de todos
El filósofo español Higinio Marín Pedreño lo explica en una nota que escribió en 2018 y que dedicó a sus «amigos crédulos e incrédulos». Lo primero que considera el eminente profesor es lo más fácil de explicar: ¿Por qué la noche? Si el hombre no hubiera domesticado el fuego no habría podido vencer a la noche. Baste solo pensar que durante muchos siglos el hombre no estaba seguro de que el sol volviera a iluminar su vida. La Navidad, dice este autor, es «una celebración elemental: tenemos cobijo y no estamos solos». Pero, además, la Navidad conjura la noche y el frío del sepulcro; estamos «vivos y reunidos en el calor y la luz de una noche vencida, burlando una ausencia que todavía no ha salido victoriosa». Por eso los bailes, las fiestas, los petardos, los regalos. «Hay un fondo de humanidad universal en la celebración de la Navidad y en su representación mediante el nacimiento a la intemperie de un Niño» y la diferencia entre creyentes y quienes no lo son es que los primeros creen que en verdad ese Niño derogó para siempre el poder de la noche.
El segundo aspecto es la infancia. «La juventud se ha convertido… en objeto de idolatría», dice Marín. Pero fue necesario el nacimiento de ese Niño, «al que poder adorar para que los hombres apreciaran lo que de adorable hay en la infancia. Ese fue un regalo navideño del que todos los hombres de buena voluntad todavía disfrutan. Y algo parecido ocurrió con la maternidad». Es el cristianismo el que pone en su justo sitio la infancia y la maternidad. Por eso la recreación que es la Navidad apunta fundamentalmente a la inocencia de los niños y también permite, de algún modo, a los adultos «ser como niños» por un instante.
El tercer ítem es la casa. La casa es el único lugar donde se puede volver. A los otros se retorna o se regresa. Marín pone el clásico ejemplo de Odiseo y su largo proceso de vuelta a su isla. Claro que Penélope se ocupó de conservar su casa como tal, lo que no es poco. Pero los que vuelven tienen que tener la capacidad de «dar crédito y hacer realidad lo incondicional en nuestras vidas, en nuestras lealtades y promesas, en nuestros ideales y, sobre todo, [poder] imaginar un perdón y una compasión incondicional». Porque «la Navidad, […] cuya sede es la casa […] es la expresión de un calor metafísico: que tenemos hogar en este mundo…». Y en su sentido religioso supone el nacimiento de «un perdón y una misericordia incondicional que todo lo renueva y lo refunda en la vida de un recién nacido».
Y el último aspecto a considerar son los regalos. Higinio Marín dice los «tesoros», porque para regalar hay que tener tesoros que entregar, «es decir, amores y lealtades sin dimisión, fidelidades sostenidas, ideales que no se gastan y personas a las que adorar». Y uno cree que es ir al Shopping y comprar algo… No, para tener tesoros que regalar «hay que atravesar los desiertos y océanos de la vida cargando con su peso. Solo a su través nos convertimos en isla donde, a su vez, otros puedan buscar y encontrar los tesoros que buscan» (Mt 6, 20).
En suma «todos podemos celebrar la Navidad porque ya sea desde la fe en Dios hecho hombre o en el renacer de lo humano, la infancia y el nacimiento continuo de lo humano permiten no apagar la esperanza en el hombre». Hasta aquí el católico Marín Pedroño. Veamos que dice Rodó.
Mi retablo de Navidad
(fragmento)
«De toda la pintoresca variedad del Nacimiento vistoso, -con el divino Infante, la Madre doncella, el Esposo plácido, las mansas bestias del pesebre-, no venía a mí más dulce embeleso ni sugestión más tenaz, que los que traía en sí esta idea inefable: “Dios en aquel día, era niño …”. Niño en el cielo, niño de verdad, como lo representaba la figura. Mientras yo contemplaba el inocente simulacro, un celeste niño gobernaba el mundo, oía las plegarias de los hombres, distribuía entre ellos mercedes y castigos… ¿Cuándo la idea del Dios humanado, del Dios hecho hombre por extremo de amor, pudo mover en corazón de hombre tan dulce derretimiento de gratitud, mezclado a la altivez de tamaña semejanza, como en el corazón de un niño la idea del Dios hecho niño?… Hoy, que convierto en materia de análisis los poemas de mi candor (el hombre es el crítico; el niño es el poeta), se me ocurre pensar cuán apetecible sería que Dios fuese niño una vez al año. En la “política de Dios” hay, sin duda, inescrutables razones, arcanos planes, propósitos altísimos, a los que se debe que su intervención en las cosas del mundo se reserve y oculte con frecuencia, y que su justicia, mirada desde este valle oscuro, parezca morosa, e inactivo su amor. El día del Dios-niño, toda esa prudencia de Dios desaparecería. Al Dios sabio y político sucedería el Dios sencillo y candoroso, cuya omnipotencia obraría de inmediato, en cabal ejecución de su bondad. En ese día de gloria no habría inmerecido dolor que no tuviese su consuelo, ni puro ensueño que no se realizase, ni milagro reparador que se pidiera en vano, ni iniquidad que persistiera, ni guerra que durara. A ese día remitiríamos todos la Esperanza, y el mayor mal tendría un plazo tan breve que lo sobrellevaríamos sin pena. ¡Oh, cuán bella cosa sería que Dios fuese niño una vez al año, y que éste fuera el bien que anunciasen las campanas de Navidad!… Pero no… Ahora toman otro sesgo mis filosofías del recuerdo del niño-Dios. Antes que lamentarse por qué Dios no sea niño de veras durante un día del año, acaso es preferible pensar que Dios es niño siempre, que es niño todavía. Cabe pensar así y ser grave filósofo. El Dios en formación, el Dios in fieri en el virtual desenvolvimiento del mundo o en la conciencia ascendente de la humanidad, es pensamiento que ha estado en cabezas de sabios. ¿Y hemos de considerarla la peor, ni la más desconsoladora, de las soluciones del Enigma?… ¡Niño-Dios de mi retablo de Navidad! Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el Dios de la verdad es como tú. Si a veces parece que está lejos o que no se cura de su obra, es porque es niño y débil. Ya tendrá la plenitud de la conciencia, y de la sabiduría, y del poder, y entonces se patentizará a los ojos del mundo por la presentánea sanción de la justicia y la triunfal eficiencia del amor. Entretanto, duerme en la cuna…
Hermanos míos: no hagamos ruido de discordia; no hagamos ruido de vanidad, ni de feria, ni de orgía. Respetemos el sueño del Dios-niño que duerme y que mañana será grande. ¡Mezamos todos en recogimiento y silencio, para el porvenir de los hombres, la cuna de Dios!».
Tal vez se podría mandar copia a la comisaria socialista…
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