Estimados amigos, es verano y la ocasión puede ser propicia para distenderse leyendo unos cuentitos con unas gotas de humor (empezando por el título).
Gato por liebre
Estaba entrando en esa etapa en que la anomia se transforma en habitante del paisaje cotidiano. Las palabras se esconden tras las dunas del cerebro, o tal vez sea el viento el que las erosiona y las entierra, claro que en ese caso sería en tierra y no arena y lo erosionado serían las palabras porque la arena es fruto de la erosión y no tendría sentido enterrar la arena, aunque sea más factible que enterrar la tierra.
Como sea, cuando se las necesita, no están disponibles. Algunas son pérfidamente esquivas. Por ejemplo, Picnic, es con Kim Novak y… No aparece, veo su cara, sé que se mató golpeándose dormido contra la mesa de luz. Recuerdo su participación en La pandilla salvaje dirigida por aquel indio cuyo nombre no recuerdo, algo como Shostakovich, me acordé: Peckinpah. Pero no encuentro el nombre del famoso actor.
Si a todo esto agrego mi firme creencia en la idea cartesiana, de que no podemos confiar en los sentidos, me encontraba en un verdadero problema. Tras mucho cavilar, concluí en que debía equiparme con diversos trucos de modo de disimular mis limitaciones.
Así, como hacen los escritores, recurrí al circunloquio. Si no recordaba la palabra «esperanza», pero en cambio le asociaba el color verde, decía: «verde tesoro que aún guarda la caja de Pandora»; si quería decir «Pandora», decía «muchacha de la caja» o «cajera». Si en cambio no recordaba «tesoro» decía “mucho dinero” lo que transformaba «esperanza» en «mucho dinero verde que aún guarda la cajera», a lo que a veces agregaba para mayor claridad, «y que es lo último que se pierde».
Pero el lío lo tenía con la parafasia semántica. El ejemplo de texto es «mesa por silla», pero a mí me pasaba «gato por liebre». Así, si leía gato, decía liebre, lo que ocasionó a mi nieto algunas discusiones en el kinder sobre La liebre con botas, que otras versiones denominan El perro con botas, que trata sobre un animal equis, que tiene unas botas con las que avanza siete vidas por paso.
Con estos tips o tricks o tal vez trips, solucioné bastante el problema porque cuando mi nieto sepa leer, él dará su propia versión de la historia porque si el lector es coautor, puede ser cualquier animal con botas o descalzo o incluso no ser un animal…, un vegetal u otra cosa…
Último bus
Parece haber existido entre los uruguayos del siglo pasado una arraigada costumbre de escupir. De otro modo no se explica que la prohibición de tan insalubre y desagradable práctica figurara como expresa prohibición en los transportes públicos. Como pude constatar desde la infancia, la clásica trilogía de no fumar, salivar ni hablar al conductor presidía admonitoria la cabecera de los ómnibus. No tardé en descubrir que el conductor y el guarda eran príncipes en el sentido maquiavélico. Ellos no se regían por las normas, sino que eran válidas exclusivamente para los pasajeros. Como yo soy un pasajero, siempre me preocupó conocer las disposiciones que regulan los grupos sociales.
Cuando no podía obtener copia de los reglamentos, observaba con profundo interés los avisos. Pronto vine a comprender que la lectura de los carteles indicadores es en general suficiente para orientar la conducta. Las instituciones proveen a los usuarios de información sobre el comportamiento adecuado. Yo que me precio de ser un usuario, puedo afirmar sin jactancia que poseo un profundo conocimiento en materia de avisos, anuncios y señales nacionales. Por eso me causa horror imaginarme viajero en una cultura extraña. ¡Avisos en japonés, en coreano, en islandés! ¿Cómo entenderlos? ¿Y si en vez del signo estuviera solo el texto? ¿Puedo o no puedo fumar? La mera idea de ese improbable viaje me alejó del cigarrillo. Como me resultaba imposible aprender todos los idiomas, decidí viajar solamente a países de habla hispana y sólo en caso de necesidad.
Porque no es solamente el no saber qué hacer. Lo más grave es el ridículo. Supongamos que tropezamos en la calle, ¿no miramos de inmediato alrededor, temiendo que alguien se ría de nuestra torpeza? Y si lo descubrimos, ¿no es más doloroso constatarlo, que el mismo golpe en el pie? ¿No resulta bochornoso intentar pagar el boleto al conductor del ómnibus y que éste nos advierta que hay guarda? A estas pequeñas humillaciones cotidianas todos estamos expuestos. Estar atentos minimiza los riesgos.
A poco que uno analice la realidad descubrirá cierta coincidencia entre las señales. Descubrirá que el «no fumar» del ómnibus es igual al del sanatorio. Que la calavera y las tibias que ilustran el peligro de «m…» es idéntico en la estación eléctrica y en el envase del tóxico. Con suficiente práctica es posible aprehender el mensaje sin leer completamente el texto. «Cuidado con el pe…» no es con el pene ni con el pelo, es con el perro. «Cuidado, ni…» advierte que hay que cuidarse de los niños. «No doblar a la izq…» es educación política. «Coche con conductor cobra…». Justo, es el que estaba esperando.
Elevo mi brazo en el gesto ritual. El rodado disminuye la velocidad hasta detenerse a mi lado. La puerta se abre con mecánica precisión. Me gustan estos ómnibus nuevos. Tienen algo aerodinámico. Subo a la plataforma con paso ágil. Me parece escuchar un silbido apenas perceptible. Después, los colmillos hincados en mi pantorrilla. El transporte continúa su marcha. No tendré tiempo de recibir el antídoto.
Vía Crucis
«¿Pues adónde irá la pobrecica? Que tornar adonde salió no puede…».
Santa Teresa de Jesús. Castillo interior o las moradas. V: Cap. II
Lo sospechas, lo murmuran a tus espaldas, así te sientes, el espejo lo confirma: eres un gusano. Un simple gusano. Pequeño, blanduzco, paticorto. Un insignificante gusarapo vermiforme. En esa estación, así se veía.
La infinidad de seres como él no le importaba. Es como la depresión, una enfermedad que afecta a millones de personas en el mundo. Saber que eres uno de los ochocientos mil suicidas anuales no te hará sentir mejor. El conocimiento no apareja, de suyo, felicidad. Nada alteraba la uniformidad grisácea de su existencia.
Siendo un gusano, ¿es posible abrirse a ese universo, que nos mira tal vez desdeñoso, o con esa sofisticada versión del desprecio, que es la lástima?
No. No lo harías. No lo hizo. Ni siquiera le importó. Se encapsuló, blindó la garganta de su pequeña vida como un astronauta letárgico, como un minucioso obrador de su mudo secreto.
Dicen que la tristeza invita a replegarse hacia el intimismo. Pero no estaba triste. ¿Qué hay de malo en ser gusano? ¿No son todos los seres diversas creaturas de Dios? ¿No dijo Rodó que, «un libro que se escribe es un alma que teje con su propia sustancia su capullo»? ¿No tienen, acaso, los libros, alma de árbol?
Así como el roble madura el vino para cumplir destinos de uva, llegó su día. Un viernes de indulgencias rompió, para nacer, el mundo conocido. No podía saber que su tenue vuelo lepidóptero tenía el futuro enredado. Tal vez quiso creer que en las bodas se sueltan mariposas…
Y aquí está tras el cristal. A sus pies algo en latín, que no lee. Crucificada belleza entre dos polillas.
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