¿Adónde el camino irá?
Antonio Machado
Para no complicarme la vida buscando ejemplos, decidí compararme con Kant. Después de todo, él escribió y yo también. Pero no ofenderé la inteligencia de nadie con tan obvia semejanza. Ni entraré, mucho menos, a cotejar éxitos y trascendencia. Sin embargo, no dejo de ver que lo venzo en muchos aspectos. Sin ir más lejos (nunca mejor la expresión), Kant no anduvo nunca en avión, es más, sus desplazamientos no fueron más allá de un radio de 140 km de la ciudad de Königsberg, donde murió en 1804. Dicen que le hicieron un gran funeral.
En cambio, yo fui varias veces a la Argentina, dos a Brasil, dos a Chile, dos a Paraguay y una a Bolivia. No es despreciable considerar que Kant murió a los 80 y que yo, apenas tengo 68. Gracias a un engendro conocido como Mercosur, y algún convenio particular, los movimientos de los ciudadanos entre los países mencionados no necesitan visa ni otros artilugios, sino que alcanza con el documento de identidad.
Nunca llegué a sacar pasaporte. ¿Para qué lo querría? Además, antes no era tan fácil viajar como lo es ahora. Y si agrego el trabajo y alguna otra excusa doy por cerrada mi justificación. Hasta aquí vamos bien. Mas la vida tiene abismos insondables…, como dice Goyeneche y, como no dice a texto expreso el Eclesiastés: hay un tiempo para viajar. Había llegado el mío. No importa cómo lo supe, si por inspiración o revelación. Definí mi destino, hice contacto con mi prima Laurita que vive en España. Me recibirá en su piso de dos dormitorios.
Las mujeres siempre son las que matan la ilusión dice aquel canoso perdedor de regreso a la casita de los viejos. A veces los sicarios son los espejos, que nos devuelven impiadosos, arrugas, canas, vientres hinchados, columnas degradadas, papadas, y toda otra maldad que se les ocurra. Con los años se aprende a engañar al espejo, por lo menos, un poco. Hay un perfil mejor que el otro, una forma de peinarse que disimula las entradas, una hora más descansada, un color que no nos sienta tan mal.
Me arreglé lo mejor que pude y fui sacar el pasaporte. Hacía bastante calor en aquel final de febrero que yo aumentaba con mi camisa de manga larga, medias y zapatos cerrados, untado con repelente de pies a cabeza, en el intento de evitar el dengue, el zika y el chikungunya (o algo así).
Eran las 10:30 en todos los relojes, cuando esbozando mi mejor sonrisa, pregunté a la mujer policía que atendía en Informes a dónde debía dirigirme para sacar pasaporte por primera vez. Era una mujer de mediana edad, cabello largo que le caía a ambos lados de la cara, ni linda ni fea, sin maquillaje y con uniforme de policía. Me devolvió la sonrisa. Siempre es agradable que una mujer nos sonría, pero yo estaba más delgado (en realidad con menos panza), un poco bronceado por el sol, y me dije (sin ninguna ulterioridad, solo por autoestima), “bueno, estamos vigentes”. Ella me dijo:
–¿Usted dice, por primera vez?
–Sí.
–¡Ah! ¿Es para usted?
–Claro…, no creo que pueda sacar pasaporte para otra persona, ¿por qué?
–Me llamó la atención que fuera por primera vez…
–Siempre hay una primera vez –le dije, mientras sentía ascender el rubor desde el mentón
–Por supuesto. Vaya hasta la esquina y doble a la derecha…
El segundo paso de mi cronograma fue gestionar una tarjeta de crédito internacional. Al día siguiente me presenté en la sucursal Punta Carretas Shopping del Banco República. Contrariamente a lo esperado había solamente una persona siendo atendida por los ejecutivos de cuentas de modo que en segundos me estaban llamando. “Hola”, me dijo una mujer de mediana edad, cabello largo que le caía a ambos lados de la cara, ni linda ni fea, sin maquillaje, vestida de empleada bancaria, con un saquito que la protegía del inclemente aire acondicionado.
Esbozando mi mejor sonrisa, le dije que venía a sacar la Visa internacional. Consultó la computadora, vio que soy cliente del Banco, se echó para atrás y se tomó el cabello con una mano haciendo una cola de caballo. Identifiqué el gesto como de coquetería, lo que me ayudó a salir del estado cuasi catatónico con que me había traído el calor de afuera.
–Usted…, ¿nunca tuvo tarjeta de crédito?
–No… En realidad… las tarjetas las sacaba mi mujer. Yo… nunca tuve porque… si yo gastaba y ella también… después me encontraría en dificultades para pagar…
–¿Sigue viviendo en la misma dirección que tiene registrada?
–Sí, sí.
–¿Me confirma su urbano? ¿Tiene celular?
La última pregunta fue la segunda bofetada. Recordé el clásico de Truffaut: Les quatre cents coups. A mí me faltaban todavía trescientos noventa y ocho. Al día siguiente recibí la visita de mi hija menor. Charlamos varias horas de diversas cosas. Poco antes de irse, me dijo algo que sin duda se estaba guardando para una ocasión como esta. Era sobre mi otra hija.
–Papá, quiero decirte que hablé con mi hermana.
–¿Ah, sí? ¿Sobre qué?
–¡Ay, papá! ¿Cómo sobre qué? Le dije que por qué no te llamaba, que yo ahora te veía muy seguido, que estabas totalmente lúcido…
Creo que allí, desconté como quince coups.
“Ahora solo restan trescientos ochenta y tres”, pensé y me quedé más tranquilo.
Ayer, después de un largo silencio, recibí el llamado de mi prima vía Facebook. Me instruyó paciente sobre qué debía cliquear para responder y luego habilitar la cámara. No está bien de salud. Se trata de un problema recurrente que la está afectando, y que, en ocasiones, la postra en la cama y que, en suma, significó la suspensión de mi viaje. Igual, generosa, recorrió con su cámara el apartamento, para que yo no creyera, me dijo, que vive en una pocilga.
Pensé que podría escribir un tango con la triste historia de un hombre obligado a tramitar un pasaporte para viajar a ninguna parte. Algo así como:
Percanta que me amuraste
con pasaporte en la mano,
siento en mi pecho el gemido
de mi pobre bandoneón.
Cuando había recobrado
la confianza en las mujeres
con un sopapo lo hieres
a mi pobre corazón.
Me clavaste con el viaje
y no me queda coraje
pa’ comerme otro plantón.
Y si no fueras mi prima
te retiraba la estima
y te mandaba al rincón.
Y así, el genio se agudiza cuando una cierta gurisa, con alguna cortapisa calculadora y precisa, o vagarosa e indecisa, destroza nuestra ilusión y la pena profundiza, hasta el borde del talón…
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