No es exagerado afirmar que en la vida de Giuseppe Tartini (1692-1770) su gran conflicto fue tener que optar por el arco o la espada. Podrá decirse que se trata de armas distintas y en verdad lo son, aunque es más peligrosa la espada que pincha y corta. Alguien podría argüir que la flecha también lastima. Pero el arco de Tartini no disparaba flechas, sino notas musicales. Lo más novelesco de la vida de Tartini ocurrió durante su juventud. También su obra más famosa fue compuesta cuando tenía veintiún años.
Tartini nació en Pirano, una pequeña ciudad a orillas del Adriático, que entonces formaba parte de la Serenísima República de Venecia. Su padre era un comerciante veneciano establecido en Pirano, y su madre, Caterina Zangrando, era nativa del lugar. Con el devenir de la historia Pirano pasó a ser Piran e integró la República de Eslovenia. Teniendo en cuenta que Eslovenia se constituyó como estado en 1991 a la desintegración de Yugoslavia, preferimos asignarle a la madre de Tartini la calidad de “nativa” y no de eslovena.
Era una práctica común entre la nobleza destinar a los segundones al clero. Pero no solamente aplicaba en ese estamento social, sino en capas más bajas. Los motivos eran de diverso tipo y, algunos, no tan sanctos. El primogénito conservaba los bienes familiares. El clérigo aseguraba la soltería y, consecuentemente, su herencia volvería al grupo familiar.
Y este parecía ser el destino del joven Giuseppe cuando comenzó sus estudios en el Oratorio di San Filippo Neri y luego, distinguido por sus condiciones, dirigido al colegio de I padri delle Scuole Pie [escolapios] en la ciudad portuaria de Capodistria donde descubrió el violín. Dice Borges que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Para Tartini su momento aún no había llegado.
Como el joven Giuseppe no tenía vocación eclesiástica, su padre lo mandó a Padua a estudiar derecho. Allí descubrió otra de sus pasiones: la esgrima. Según sus biógrafos, pensó en marcharse a París y transformarse en maestro de esa disciplina. Pero en ese entonces le apareció una pasión dominante: se enamoró de una bella dama llamada Elisabetta Premazone (1690-1769).
La sobrina del cardenal
Los amores con la joven en cuestión presentaron algunas dificultades. No con ella, precisamente, lo que hubiera sido impedimento dirimente, sino con el padre de Tartini. Don Giovanni Antonio consideró que la dama era demasiado mayor para su hijo. En realidad, le llevaba dos años. Pero, además, había otro impedimento aún más serio. Algunas fuentes (como Frank Leslie, Ilustración Americana N.Y. 31/0ct/1867) afirman que la chica era sobrina del cardenal de Padua Giorgio Cornaro (1658-1722), otros, que era su protegida. No tiene mayor importancia. Sobrina o protegida del cardenal, estaba respaldada por una de las familias más poderosa de la también llamada Serenísima República de San Marcos.
Seguramente el cardenal aspiraba a un marido de más abolengo que el del joven Tartini. No obstante, a la muerte de su padre, Giuseppe impulsado por su temperamento juvenil, se casó secretamente con Elisabetta. Cuando lo supo el cardenal, lo acusó de secuestro. Apenas Giuseppe pudo escapar, dicen, que dejando algunos de sus perseguidores heridos. Pero como declara Piero (Como somos, 1969) “todos tenemos parientes” y Giuseppe los tenía.
De modo que consiguió asilo en el Sacro Convento de Assisi. Y allí fue cuando le llegó el momento que señala Borges. Bajo la tutela de un gran músico a quien llamaban “padre Boemo” desarrolló sus estudios del violín y acompañaba con su sonido las celebraciones religiosas. Pasaron un par de años y, señalan sus biógrafos, la vida conventual modeló el carácter del joven. De impulsivo y temerario pasó a ser tranquilo y reflexivo. Así, resignándose a su suerte, se convirtió en el experto violinista que, detrás de una cortina, daba marco musical a la liturgia. “El viento sopla donde quiere”, dice la Biblia y eso fue lo que ocurrió: un oportuno golpe de aire descorrió la cortina lo suficiente como para que un feligrés lo descubriera. Grande fue la sorpresa del joven cuando se enteró de que el prelado lo había perdonado y podía volver con su esposa.
¿Un pacto diabólico?
La pieza más famosa de Tartini es Il trillo del diavolo, que compuso una noche de 1713. Nunca hubiéramos sabido los detalles, de no haber sido porque el astrónomo Jérôme de Lalande (1732- 1807) lo reveló en su Voyage d’un François en Italie. El texto publicado en 1769 relata las experiencias de viaje de Lalande en los años 1765 y 1766. Entre las entrevistas que mantuvo el sabio francés no podía faltar la de quien él conceptuaba “el mejor violinista de Europa”.
Las impresiones del viajero están registradas en las páginas 293 y 293 del tomo 8, de las que normalmente se publica el siguiente resumen:
“Una noche, en el año 1713 soñé que había hecho un pacto con el diablo a cambio de mi alma. Todo salió como yo deseaba: mi nuevo sirviente anticipó todos mis deseos. Entre otras cosas, le di mi violín para ver si podía tocar. ¡Cuán grande fue mi asombro al oír una sonata tan maravillosa y tan hermosa, interpretada con tanto arte e inteligencia, como nunca había pensado ni en mis más intrépidos sueños! Me sentí extasiado, transportado, encantado: mi respiración falló, y desperté. Inmediatamente tomé mi violín con el fin de retener, al menos una parte, la impresión de mi sueño. ¡En vano! La música que yo en ese momento compuse es sin duda la mejor que he escrito, y todavía la llamo el Trino del diablo, pero la diferencia entre ella y aquella que me conmovió es tan grande que habría destruido mi instrumento y habría dicho adiós a la música para siempre si hubiera tenido que vivir sin el goce que me ofrece”.
¿Realmente había pactado con el demonio? En la prensa del siglo XIX algunos opinan que el episodio se dio “en medio de un acceso de sonambulismo”, otros que “cayó sumido en sopor magnético”.
Dice Lalande, que “su imaginación estaba ardiendo por el genio de la composición” (p. 293) y que Tartini “imagina darle su violín” al diablo (p. 294). Lo que ocurrió nunca lo sabremos. Lalande publicó en 1769 y Tartini murió en febrero de 1770. Difícilmente hubiera podido contradecirlo.
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