Esta historia, como la de Ema Zunz, es sustancialmente cierta, solo se cambiaron los nombres de algunos lugares y personas para proteger a los inocentes y a los culpables.
Eran tiempos difíciles allá por el ‘79. La cosa estaba muy dura. Martínez trabajaba en una empresa pública. El “viejito” Martínez, como lo llamaban los muchachos. Todos lo querían porque cuando estuvo en la oficina de Personal les marcaba la tarjeta. Sobre todo, al comienzo de la jornada, cuando se hace complicado llegar en hora. En aquella sociedad militarizada de la época, llegar tarde era sinónimo de descuento. Así que Martínez prestaba un servicio público importante a sus numerosos amigos, que lo llamaban por teléfono a la hora señalada, preguntando si había comprado los bizcochos. Ese era el código secreto para avisar que iban. Que les marcara nomás. Con esa tarea, el viejito llenaba su jornada de labor, porque era subjefe. Es decir, no realizaba tareas operativas ni de jefatura. En realidad, su mérito consistía en levantarse temprano, lo que teniendo en cuenta su principal actividad, no era poca cosa. Preparaba el mate y se sentaba al lado del teléfono a esperar las llamadas. Buen tipo, Martínez. Con una foja de servicios intachable. Ni una falta. Sólo en el ‘77 cuando se agarró congestión. Parece que ese invierno fue muy frío.
Martínez decía que cada invierno lo era más que el anterior. Afortunadamente era un hombre robusto como un roble y los descuentos por fuera de hora, de sus beneficiarios, no fueron muy importantes. Nacido en la campaña rochense, discutía con Vanoli, que afirmaba que los hechos más notables habían ocurrido en Tacuarembó. Vanoli, que era de Tacuarembó, claro, trabajaba en una oficina cercana y ayudaba a matear a Martínez. Un día, discurriendo sobre la caza de un presunto y gigantesco tatú, no se ponían de acuerdo sobre el lugar del hecho. La discusión la terminó salomónicamente Vanoli: el tatú, capturado en Rocha, era oriundo de Tacuarembó. Vanoli contaba que su abuelo, natural de Caraguatá, había cruzado abejas con bichos de luz para que trabajaran de noche. Que así había acuñado una fortuna que luego dilapidó en faldas y juegos de cartas.
Sí, fueron tiempos muy duros los de la dictadura. Sobre todo, para los empleados públicos. Había salido una norma, el Acto Institucional N°7, que permitía su destitución. Los Actos Institucionales eran disposiciones que reformaban la Constitución, dictadas por una suerte de círculo áulico compuesto por los integrantes del Consejo de Estado, más la totalidad de los oficiales generales en actividad. Se abandonaba así el criterio de la “ineptitud, omisión o delito”, para sustituirlo por la simple voluntad de la Administración (o del administrador) Había no obstante un lapso durante el cual el funcionario en situación de disponibilidad podía ser absorbido por otro organismo estatal. Por ejemplo, si se necesitaba un abogado, donde sobraba otro se le aplicaba el Acto 7, dirigiéndolo donde era requerido. Aunque “requerido” no era un término muy feliz en la época.
Martínez entre mate y mate continuaba sirviendo al país desde su puesto de lucha. Lo pasaba bien en la oficina. Los problemas empezaban cuando llegaba a su casa. Tenía un hijo enfermo psiquiátrico. Nunca hablaba del tema y siempre se le veía jovial y alegre, pero la procesión, como se sabe, marcha por dentro. Cuando llegaban las vacaciones lo llevaba a sus pagos rochenses a tomar aire y sol, allí donde nace el sol de la Patria. Volvía con el rostro curtido por el salitre y el yodo. Pero cada vez le afloraba más la tristeza desde el fondo de los ojos azules. El médico le había dicho que el muchacho mejoraba mucho cuando estaba en Rocha. Que había que llevarlo definitivamente.
El problema era que Martínez no tenía edad para jubilarse y no iba a ir y venir de Rocha todos los días. Además, no tenía con quién dejarlo porque era viudo y acá se lo cuidaba una hermana, pero no se la podía llevar a Rocha, porque era casada y también tenía sus hijos y su marido, así que por ese lado no había arreglo. Vanoli tomaba mate y meditaba las tribulaciones de Martínez. Un día le aconsejó que hablara con Salvo, que era buen tipo. Salvo era otro funcionario, de inferior jerarquía a Martínez, que tenía un tío capitán de navío o algo así. Como fuera, era militar y la solución tenía que venir por esa vía. Entonces Martínez se fue a hablar con Zalvito (pronunciaba la ese como zeta). “Zalvito, tengo un problema”. “Yo lo entiendo, don Nelson, pero qué quiere que haga. Sí, tengo un tío que es capitán de corbeta retirado y está de asesor en el puerto. Puedo hablar con él, no hay problema, pero le tengo que plantear algo, déjeme pensar”.
Zalvito pensó y pensó y una mañana le interrumpe la mateada para decirle que tiene la solución. “Mire, le pido a mi tío que hable con un asesor de la Universidad del Trabajo, la UTU, que es amigo de él y de un director de acá. Le aplican el Acto 7, lo pasan a disponibilidad, lo toma UTU y lo mandan a una escuela en La Paloma. No es Rocha, pero le queda cerca y como a usted no le falta mucho para jubilarse, ya está afincado allá”. Martínez consultó a Vanoli y con su asentimiento el plan se llevó a cabo.
El viejito desapareció de la oficina. Zalvito, que volvió a ser Salvo, se enteró de que nunca tomó posesión del cargo. Parece que habló con alguien, le explicó el problema del hijo y lo excusaron de concurrir.
Pasan los años y el país retoma la vida democrática. Llueven los juicios al Estado por restitución de funcionarios, recomposición de la carrera administrativa y reforma de cédula jubilatoria. Los perseguidos por el régimen tienen su hora de gloria. Entre ellos Martínez, que con el testimonio de Vanoli y de otro compañero le resulta fácil probar la arbitrariedad a que fue sometido. Después de todo no solamente lo sacaron, sino que lo obligaron a mudarse a otro departamento donde la angustia producida por la injusticia lo compelió a jubilarse. El caso, de extrema claridad, fue resuelto rápida y favorablemente.
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