No puedo precisar exactamente cuándo me vine a vivir con Elisa. Todo empezó con el tema del control de plagas, más precisamente: roedores. Elisa les tiene un miedo pánico. No me explico por qué las mujeres sienten esa aversión por los ratones y particularmente, por las ratas. Oí decir que el sistema nervioso de las ratas es similar al femenino y que por ahí hacen como una especie de cortocircuito. Lo cierto es que ese mismo día, por agradecimiento o soledad, ya dormí en su cama.
Ahora me llama “divino” y yo la miro (ella dice que con ternura). La vida transcurría plácidamente y sin mayores sobresaltos, alimento y calor asegurados. Pero, como suele decirse: «no hay bien que dure cien años». Elisa es psicóloga y tiene una amiga, también psicóloga (con la que, desde el principio, debo confesarlo, me llevé muy bien) que tuvo la idea de crear un centro de rehabilitación para alcohólicos. Algo así como «Al-Anom», con otro nombre, punto sobre el cual discutieron largamente. Al final lo resolvieron: «Vida Plena», dibujado con letras doradas en el frente de la casa.
Desde entonces nada fue igual. Para empezar, Claudia (la amiga) se quedaba muchas noches en el «Centro» (la casa ya no volvió a ser casa). Me vi obligado, por esas especiales circunstancias (la fidelidad no es uno de mis escasos atributos) a dormir unas veces con Elisa y otras con Claudia. Y no es que Claudia no me agradara, pero uno es un animal de costumbres. Claudia era alérgica no sé a qué cantidad de cosas (creo que también a mí) así que se despertaba en medio de la noche estornudando. Tenía como una cuota fija, porque al decimoquinto estornudo, se sonaba la nariz, se ponía gotas nasales y seguía durmiendo hasta el próximo ataque. Yo quedaba con los ojos como platos, tratando de soportar la taquicardia. Porque eran como explosiones que interrumpían mi bien ganado descanso. Así que esperaba que se durmiera (por delicadeza, porque en esta profesión hay que manejarse con mucho tacto) y me pasaba con Elisa. Elisa, a su vez, ronca, pero su ronquido es como un arrullo, diría… como el motor de una heladera. Y solamente cuando está boca arriba, de modo que había que lograr que se pusiera de costado. Yo le froto el flanco, suavemente, para no despertarla y ella emite unos sonidos guturales (¿guaraní?) me dice «divino» y ya está, se pone de costado y termina el problema.
Pero esto es mínimo, compartir la cama de dos mujeres (una que estornuda y otra que ronca) no es lo peor que a uno le puede pasar. El asunto empieza a la siete de la mañana cuando llegan los primeros pacientes.
—Mi nombre es Enrique y soy alcohólico.
—Mi nombre es Raquel y soy…, etc.
Todo igual. Y lo peor es que los demás aplauden. No entiendo bien por qué hay que aplaudir a una persona porque es alcohólica. Es cierto que mi tarea es, como dije, el control de plagas y otras minucias y que, por tanto, no tengo especial versación en adicciones, pero creo, eso sí, tener un bien ganado derecho a preguntarme (ya que no a preguntar) el significado de las acciones humanas. A esto voy: el tal Enrique, que es alcohólico (no porque yo lo diga, sino porque él mismo lo dice y como carta de presentación no creo que sea la mejor precisamente, aunque yo no soy técnico) de entrada nomás le clavó los ojos a Elisa y no se los sacó más. Eso está dentro de lo posible y casi diría previsible, porque Elisa es una linda mujer dentro de lo que son los parámetros sexuales humanos. Lo que sí me sorprendió (aunque a esta altura ya nada debería hacerlo) es que a Elisa le halagó la atención de este sujeto.
Yo no soy celoso (por lo menos creía no serlo) pero cuando percibí esa química (ahora hablan de química) me sentí extraño. Anduve mal por varios días. Elisa me decía: «¿Qué te pasa divino, que no comes?».¡Qué poca capacidad de percepción que tienen las mujeres! ¡Es increíble! ¡Qué pasa divino que no comes! ¡Mientras el tal Enrique y ella se comían con la mirada!
Me pasé a la cama de Claudia. ¡Qué iba a hacer! ¿Qué hubiera hecho usted? Porque es muy fácil opinar de afuera: ¡Ah no, si a mí me pasa tal cosa, hago tal otra! Pero hay que estar en la piel.
Como dijo uno de esos filósofos griegos (que suelen citarse a veces con bastante ligereza, porque como nadie sabe verdaderamente qué dijeron, se le puede atribuir cualquier cosa, porque si no está en sus libros, igual lo pueden haber dicho), bueno ya no sé qué estaba diciendo, ah sí, como dijo uno de esos: «Tú puedes entender mi dolor, pero yo lo siento».
Uno, en verdad, no sabe de lo que es capaz hasta que se encuentra en la situación. Por ejemplo, supongamos que usted tiene que matar una rata con los dientes. Nunca lo pensó verdad. Bueno, piénselo. Imagínelo. ¿Vio alguna vez una rata de cerca? Tan cerca que la tenga en la mano. Escuchó como chilla. Casi seguro que no. Es más, creo que esto le está dando asco. Bueno, si se atreve muérdala en la nuca. Sienta el chasquido de la columna vertebral al romperse: ¡chac! Pero no se asuste, no estoy loco ni soy un sádico. Solamente quiero hacerle notar lo difícil que es hablar de algo sin haberlo vivido. Esto fue igual. Me sentía como si yo fuera la rata y los acerados dientes de los celos me mordieran la nuca.
La otra lección que esta dura instancia me dejó es, la de la inutilidad del sufrimiento. De poco sirvió mi tormento interior, para que esta Desdémona, terminara pateándome como a un perro (bueno, no Desdémona, porque la pobre era honesta, pero se me ocurrió porque yo me sentía como Otelo, a quien me parezco por los ojos verdes y este cutis amasado como aceituna y jazmín). Así que no Desdémona, mejor Gwenhwyfar (que es Ginebra en galés) la infiel esposa de Arturo que lanceloteaba con Lancelot, mientras el pobre rey estaba en la mesa (más que redonda debería haber sido triangular). ¿Por qué no se convertirá en estatua de sal como la de Lance – Lot?
Bueno, pues no solamente no se convirtió en sal, sino que una noche, entro al dormitorio de Gwenhwyfar y encuentro mi lugar ocupado por el tal Enrique. Ninguna escena, ningún llanto, primero hay que saber sufrir, después amar, después partir… Simplemente me fui con Claudia. No me fue fácil acostumbrarme a la nueva situación, en el corazón tenía, la espina de su traición. Ni siquiera después que el tal Enrique dejó de concurrir a rehabilitación (tanto en horario diurno como en el otro) y Elisa volvió a ser Elisa y yo Divino, volví con ella. Como dije soy un animal de costumbres, así que me habitué a los estornudos de Claudia, a sus pies fríos… Después de todo, mucho peor es dormir en el suelo, como debería hacer un simple gato como soy yo.
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