A fines del 1600 AD, el francés Charles Perrault incluyó en una publicación de cuentos de hadas su relato Barba Azul. Según los estudiosos, el personaje está inspirado en el mariscal de Francia, Gilles de Rais, aunque este no mataba mujeres sino niños de los que abusaba. El argumento es más parecido a la historia de Enrique VIII y sus seis esposas. En la versión de Perrault se trata de un hombre rico que tenía el inconveniente de poseer una barba azulada. Esa anomalía cromática lo hacía poco atractivo para las mujeres. De todos modos, se había casado varias veces –«poderoso caballero…»– aunque nadie sabía dónde estaban sus sucesivas esposas. Perrault aclara que es una historia antigua. En los tiempos que corren una barba azul resulta bastante común. Tampoco se explica por qué el caballero no se afeitaba o teñía la barba. La cosa es que el hombre incorpora una nueva esposa. Se va de viaje y le dice a la mujer que le deja las llaves, pero una en particular tiene prohibido usarla. La curiosa dama abre la puerta equivocada y se encuentra con los cadáveres de sus predecesoras sujetos a las paredes de una estancia con el piso teñido de sangre coagulada. La llave se mancha con sangre, regresa el esposo, lo advierte y la condena a sufrir el mismo destino que las otras. La salvan sus hermanos dando muerte a Barba Azul. La mujer hereda los bienes y se casa con otro hombre a quien «junto a su esposa se le ve sumiso/y cualquiera que sea de su barba el color,/cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor». Con lo cual Perrault pasa a ser un adelantado de la igualdad de derechos. Aunque pudo estar inspirado en aquel «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando» que definía las relaciones entre los Reyes Católicos.
Uno verdadero
En el siglo XX aparece otro Barba Azul: Henri Désiré Landru. El dossier de este individuo no es de cuento de hadas sino de horror. En diciembre de 1921, Landrú –con tilde como gusta a los hispanos– era condenado por un tribunal francés a la pena de muerte. Se lo acusaba de haber estafado, asesinado y cremado a diez mujeres y al joven hijo de una de ellas.
A diferencia del personaje de ficción, no era rico, sino que sus actividades de seductor perseguían un claro fin económico: obtener recursos para su propia subsistencia y la de su esposa y cuatro hijos.
La prensa de la época da al suceso una amplia cobertura. Landrú se convirtió en el Barba Azul por antonomasia. Los casos similares que se van dando en los distintos países, siempre son objeto de comparación con el suyo. Muchos artículos están cargados de una ironía más o menos embozada. Incluso insinúan que la responsabilidad de las muertes era de las víctimas o revelan cierta admiración.
La moraleja de Perrault es que lo que pone en peligro a la mujer es su desobediencia y esta como consecuencia de su curiosidad. «La curiosidad, teniendo sus encantos,/a menudo se paga con penas y con llantos». La dama se libra por la providencial intervención de sus hermanos. Son hombres los que la salvan de su imprudencia. Y también los que escriben…
El poeta, escritor y periodista español Emilio Carrere afirma en la revista cómico-satírica Muchas gracias en 1924, que «Landrú fué el fascinador de las damas crepusculares –la edad peligrosa de ellas es los cuarenta años–… El amor en las mujeres crepusculares es una hiperestesia genital que no se sacia nunca… Es la hora del volcán en erupción, en que las damas gustan de los amores bárbaros y ven en todos los obeliscos alusiones conturbadoras». En 1932 Gardel cantaba «cuarenta años de vida me encadenan,/blanca la testa, viejo el corazón». También podría aducirse que Carrere escribía en una revista festiva. Lo cierto es que vuelve sobre el tema en el mismo año que el Acquaforte gardeliano.
El motivo fue el caso conocido como el crimen de Badalona, ya Carrere escribiendo para El Heraldo de Madrid. Se trata de la muerte de una mujer con la que el asesino Benjamín Balsano estaba involucrado, en complicidad con otra mujer que era su amante. Carrere compara a Balsano con otros asesinos de mujeres como Peter Kürten y Frank Leitgoebs. Sobre este dice que «es justo mencionar su nombre, porque todo el que realiza un esfuerzo extraordinario tiene derecho a su pequeña gloria». La «gloria» de Leitgoebs era haber degollado a once mujeres, pero «Landrú tostó a algunas más… Abrasaba a sus amantes, quién sabe con qué hechizos desconocidos de amor. Era esto un entrenamiento para la tostadura definitiva en el horno de su finca campestre, donde las asaba a conciencia, como un rotisseur consumado».
Landrú «fue un especialista en menopáusicas, situación en que explotan las últimas y más violentas llamaradas pasionales, hora de volcán, de abismo, de tempestuoso océano…». E insiste: «es de justicia que la posteridad le considere como el [jurista y gastrónomo] Brillat-Savarin de las jamonas…». Sobre el asesino de Badalona, a quien se refiere como «nuestro vampiro», pide investigar a fondo todos sus crímenes para presentar «un vampiro en regla en la exposición internacional de vampiros. Esto acabaría de incorporarnos a la civilización europea». De todos modos, no hubiera podido incluirlo en el catálogo: Balsano era argentino.
Carrere no es el único. Así se expedía el periodista y escritor César González-Ruano sobre Landrú: «un asesino muy francés, con barbita y cartera, a quienes las mujeres no podían guardar rencor, porque las hizo morir agradecidas y lánguidas bajo su mirada, mareadas de licor y felices de comer, junto a su amante, los pastelillos de ave de las grandes despedidas», consigna en El Heraldo el 17 de noviembre de 1930.
Los criminales «desmerecen al compararse con Landrú, obra única de la Naturaleza, prototipo del cinismo… inimitable, enorme, inmortal, que perdurará por los siglos de los siglos para pasmo de la Humanidad y orgullo de todas las razas» dice José L. Mayral en La Voz (Madrid), el 9 de noviembre de 1921.
Bajos instintos
La prensa cubrió el juicio a Landrú con delectación morbosa. Los restos encontrados en el horno de la cocina de Gambais se discriminaban con minuciosidad: «mil quinientos gramos de huesos, total o parcialmente calcinados, y restos de botones, imperdibles, ballenas de corsé y agujas de sombrero. Novecientos treinta y seis huesos fueron identificados como humanos y como correspondientes a tres cráneos, seis manos y cinco pies». El asesino alegó que desconocía el origen de esos hallazgos y que seguramente ya estaban cuando él ocupó la finca. Preguntado por el destino de las desaparecidas, contestaba con su habitual ironía que lo dejaran libre y se ocuparía de buscarlas. Ese sensacionalismo criticado por algunos medios encuentra respuestas como la que da L’Eveil économique de l’Indochine en abril de 1924: «Cuando los periódicos muestran una complacencia malsana hacia los asesinos, no son los periódicos los que deben ser acusados, es el público». Rodó no coincide con este miraje: «El crimen, el vicio, la degeneración, deben interesar hasta donde pueden ser motivos de enseñanza, de ejemplo negativo: jamás como alicientes de curiosidad malsana». En la visión de Rodó, la prensa debe jugar un rol educativo y no incurrir en «esa complacencia informativa […] perniciosa y brutal […] que satisface bajas preferencias del gusto público».
Por la prensa nos enteramos de que los bienes de Landrú han sido subastados. El fogón fue adquirido en 4200 francos dice El Heraldo, mientras Mundo Gráfico lleva la cifra a 25000 francos.
Landrú fue guillotinado a las 6 de la mañana del 22 de febrero de 1922. Dos meses después su tumba ya era objeto de interés comercial. Sorprendida una turista inglesa de que hubiera un ramo de violetas sobre el sepulcro, alguien le explica que hay muchas mujeres que no creen en la culpabilidad del difunto. Ella responde con implacable lógica: «¡Oh, seguro que estas personas no se contarán entre sus víctimas!».
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