Antonio Gabriel Pablo Nereo Pereira y Vidal, falleció el 7 de febrero de 1906. Como Dios no le había dado hijos en su testamento figuraban como herederos sus sobrinos Dolores Pereira de Rosell Rius, Julio Pereira, y las menores María Cristina Méndez Pereira y Virginia Pereira.
Además, don Antonio había legado a la Junta Económico-Administrativa de Montevideo «quince cuadras cuadradas […] de los terrenos del Saladero, para paseo público, con la condición que lleve nuestro nombre y si acaso no se hiciese este paseo a los cinco años queda sin efecto esta donación».
El aludido «Saladero» ocupaba una considerable extensión de terreno que había pertenecido a su padre el expresidente Gabriel A. Pereira, de quien fue el penúltimo de sus doce hijos. Estaba situado en «las Tres Cruces, con frente al Camino de la Figurita». [La denominación de Tres Cruces alude, según de María a «las tres cruces de madera que señalaron a principios de este siglo (XIX) el lugar donde se consumó el asesinato de tres víctimas por malhechores». El Camino de la Figurita es ahora la Av. Garibaldi].
Con estas disposiciones el extinto pretendía conservar el terreno en patrimonio familiar y destinar esa porción para un parque con su nombre. No estaba guiado pues por otra cosa que por el humano deseo de trascender. Ese vano deseo de pretender no ser olvidado.
En 1907 la Junta Económico-Administrativa de Montevideo publica Parque Central Ley de creación; donativo de don (Antonio N. Pereira y demás antecedentes. El texto contiene las distintas instancias de la transacción. La Ley de 16 de marzo de 1907 autorizando la compra, promulgada el 19 del mismo mes. La aceptación por las autoridades de la Junta el 12 de abril. El documento de la venta el 24 y el pago de «doscientos veinte mil ochocientos sesenta pesos, veinte centésimos oro». Una fortuna, si tenemos en cuenta que por La epopeya de Artigas, Zorrilla recibió cinco mil pesos en 1912.
El texto se cierra con un trámite interno por el que se dispone, deslindar la porción donada y distinguirla «con la siguiente inscripción impuesta como condición en el testamento: Fracción donada por don Antonio N. Pereira».
Escritor, historiador, traductor
Si existiera aun la inscripción –cosa que no he podido confirmar-, tal vez despertaría el interés de algún paseante por averiguar quién habría sido ese generoso donador. Esa hipotética curiosidad encontraría un escritor que publicó entre 1877 y 1898: Ensayo sobre la Historia del Río de la Plata, La invasión inglesa, Aclaraciones históricas (con el seudónimo de «Un oriental»), El General D. José Artigas ante la historia, Memorias de la administración del señor D. Gabriel A. Pereira, Estudio general sobre las Bellas Letras, Recuerdos de mi tiempo, Cosas de Antaño, Nuevas cosas de antaño.
En su obra dramática: El Monje Negro, El martirio de un patriota, La lucha fratricida y la conciliación, Struensée, o, El valido y la reina. Los pordioseros de frac, Juana de Arco o la Doncella de Orleans, A grandes males grandes remedios o Los apuros de un novio, En la culpa está el castigo, El martirio de un patriota, Una nube de verano, Para verdades el tiempo y para justicias Dios, entre otras.
Tradujo Romeo y Julieta, Hamlet, Julio César y El rey Lear.
Entendía nuestro autor que «cada uno debe dar a su patria y a sus conciudadanos lo que su inteligencia pueda». Educado en el colegio inglés que dirigía William Rey, donde asistían aquellos «que podían pagar su instrucción», se define no obstante como autodidacta: «cada uno es hijo de sus propias obras».
Sus recuerdos del sitio de Montevideo durante la Guerra Grande, son particularmente interesantes. A pesar de la contienda había bailes, tertulias en casas de familia, el teatro San Felipe y Santiago recibía compañías de ópera italianas y francesas que traían cantantes como Filippo Tati que triunfaba en los escenarios de Londres y París. Los elegantes se calzaban en la zapatería Lacolley [la Zapatería de París, que era propiedad de la familia de Paulette Lacolley, madre del poeta Jules Laforgue].
Recoge anécdotas insólitas, como la de una procesión a la que concurrió con uno de sus hermanos y que tuvo un final que pudo haber sido trágico. Al pasar frente a la casa de Samuel Lafone en la calle Sarandí se armó una gran batahola. La gente corría asustada sin saber qué estaba sucediendo volcando los santos que llevaban en andas. ¿Qué había ocurrido? «Lafone, que era protestante [hizo] circular biblias arrojándolas desde los balcones de su casa a ver si hacía prosélitos».
En Cosas de antaño retoma en forma estructurada algunos de los temas que había adelantado en Recuerdos… Dedica unas páginas a un episodio bastante curioso durante el Sitio. El gobierno de la Defensa necesitado de recursos decidió acuñar dinero. Para ello se recabaron todos los objetos de plata y oro de los particulares que pudieron encontrar. Todas las personas pudientes «y aun las de regular situación, dice, tenían casi todos sus objetos de uso, de plata, candelabros, jarras, fuentes…». De buena o mala gana todos debieron donar sus bienes. El proyecto, por algún motivo, no se llevó a cabo. Pero la plata «se hizo humo».
En el mismo texto hace una amable semblanza de don Miguel Barreiro, asiduo visitante de su casa paterna. «Sirvió al general Artigas, dice, porque estaba encarnada en él la causa de la patria». En su opúsculo sobre Artigas en 1877 reivindica la figura del héroe, «más calumniado de la Historia de América» al decir de Carlos Ma. Ramírez. A vía de ejemplo, Luis Melián Lafinur, el abogado defensor del asesino de Idiarte Borda, dice que Artigas «fue vencido y corrido, por felicidad para siempre, del territorio en que quería continuar sus influencias». Y agrega, que «la dominación portuguesa fue pedida en defensa de la sociedad y en horror al caudillo bárbaro y violento [Artigas] por vecinos desesperados…» [1893].
Su obra Aclaraciones históricas, firmada con seudónimo, hace referencia a un penoso episodio que se vivió durante la presidencia de don Gabriel A. Pereira. Es natural que los hijos salgan a defender la memoria de sus padres. De todos modos vale la pena recoger sus apreciaciones finales:
«Sentimos tener que recordar […] sobre todo, los móviles que guían a muchos de mantener los odios siempre en el pueblo, exagerando los hechos, tergiversándolos a placer y que se trasmiten de generación en generación […] Nunca es noble, revivir las pasiones rencorosas […] No puede un pueblo vivir eternamente odiándose unos con otros […] No podemos pues retroceder cuarenta años, sin presentarnos como refractarios a la civilización. Apacigüemos los rencores y pasiones de los partidos […] no agitando las pasiones rencorosas y reviviendo aun el fuego no extinguido de tantos desórdenes».
Bastarían solamente estos conceptos, lamentablemente todavía de aplicación, para tener ganado don Antonio N. Pereira su lugar en el recuerdo.
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