Los hechos están teñidos por la prensa de la época, o lo que es igual, el discurso político, a lo que se vino a sumar muchos años después el cuento de Borges. Todo coincide en recrear un Avelino Arredondo que vela armas en «esa reclusión que su voluntad le imponía», mientras aguarda el momento de asesinar al presidente Idiarte Borda (1844-1897). La importancia de esa soledad en propósito y ejecución apunta a aventar cualquier sospecha de conspiración. El magnicidio será una empresa personal. La prensa elaborará la atmósfera. Luego el hábil abogado defensor, el Dr. Luis Melián Lafinur, desarrollará la idea de la irresponsabilidad del criminal. El desenlace será una muerte anunciada. Es la voluntad popular, que se expresa a través de los medios, la que arma el brazo homicida. Arredondo será un instrumento del destino. Borges le hace decir: «Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen».
El asesino
Detenido, no tarda en recibir la visita de Batlle y Ordóñez. En la oportunidad, el líder colorado le hace una entrevista que más que eso fue «una calurosa y decidida defensa de Arredondo al que Batlle prodigaba toda su simpatía por aquel acto de heroísmo», dice el insospechable Giudici en Batlle y el batllismo.
Poco después Batlle publica una nota editorial sobre el Homicidio político.
«El delincuente es el sugestionador oculto que no aparece en escena, […] es la sociedad, somos todos, y, entre todos, y, en primera línea, los hombres de la cumbre, los que dirigen y avivan el pensamiento o incitan la pasión de la comunidad.[…] no hemos aplaudido ni condenado la obra de Arredondo […] un joven de 20 años, por espontánea y libérrima resolución, u obedeciendo a una invencible sugestión nacional […] abría nuevos horizontes a la república […]El pueblo, por una intuición profunda, percibe algo de las leyes, misteriosas todavía, que rigen esta clase de actos y las acepta como obra propia […] ¿Qué los mejores, los más bien inspirados, lo más puros pueden caer también bajo los golpes de un neurótico o de un iluminado?». Batlle no cree, los puros «están protegidos por un resplandor vago que, probablemente perciben mejor que nadie los iluminados y los neuróticos». El Día, 28/08/1897.
Un argumento fuenteovejunesco. Fuimos todos, esto es: ninguno.
La defensa
El Dr. Luis Melián Lafinur presenta a Arredondo en la misma línea de El Día: el salvador de la Patria tiranizada por Idiarte Borda. Afirma con el respaldo de dos respetables médicos, que no está probado que la muerte del presidente fuera causada por el disparo. Se ampara en el hecho cierto de que no hubo autopsia. Por lo tanto, la muerte pudo haber sido causada por una patología ajena al balazo recibido. Los magistrados admiten como válido el argumento ante el sólido respaldo profesional de los doctores Elías Regules y Alfredo Navarro.
Buen muchacho
Se trata de «un muchacho bueno, trabajador irreprochable, [ahora] un detenido modelo», dice Melián, a quien le tocó «la misión de ser el brazo de la venganza popular [y por eso] el pueblo le estrecha la mano, lo glorifica, lo admira». Por otro lado le opone la figura de Idiarte Borda: «hombre insignificante y vulgarísimo […] de vida oscura [que] aumentó el desorden administrativo […] falsificó el sufragio […] provocó la guerra civil cuando podría haberla evitado […] hombre sin corazón y sin inteligencia, rapaz, cruel, fratricida, que por acción de sus negocios hacía correr mares de sangre […] un tirano […] Sin un acto de violencia personal era imposible librarse de él».
Desde El Día se coopera entusiastamente: el finado representa «la única y exclusiva causa de las desgracias públicas; una voluntad maligna […] una voluntad envuelta en las tinieblas».
Hasta el revólver utilizado es puesto en duda, por Melián: «un arma inofensiva [cuya lesión] solo pudo ser levísima».
La sentencia
La sentencia definitiva condenó a Arredondo a cinco módicos años de reclusión. Saldrá en 1903 durante la presidencia de Batlle y Ordóñez. Seguirá afirmando su exclusiva responsabilidad en el crimen y rápidamente obtiene un empleo en la Aduana.
Ese contexto hace pensar a autores como Jorge L. Marius: «en un acuerdo tácito entre un desocupado fanatizado por los sucesos de la época y un líder emergente [que] haya canjeado un magnicidio por un abogado defensor de primerísimo nivel y un cargo en la administración pública a posteriori de la libertad».
Otros, como el Esc. Alfonso Arias, van más lejos. Ya no se trataría de un acuerdo tácito sino de un encargo. Desde esa óptica, el asesinato de Idiarte Borda sería obra de un «sicario de las figuras que buscaban su destitución».
También es cierto que la creación del Banco República, que impulsó Borda con la tenacidad propia de su carácter, afectaba poderosos intereses. Como expone en Sala el diputado por Montevideo, Fructuoso del Busto, era preciso romper esa «dictadura económica que ejercen dos o tres bancos […] y algunos capitalistas […] retrayendo de la circulación […] el oro», lo que auspiciaba la especulación usuraria sobre la masa de la población. La Ley le daba al BROU el monopolio de la emisión de moneda. Un cambio profundo que estremecía el entramado financiero y generaba tanto adhesiones como fuertes enemigos.
En suma, una conjunción de intereses. Si hubo un complot, los responsables quedaron cuidadosamente en las sombras. Nadie quiso investigar demasiado. En buen romance: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Un gaucho francés
Ya se habían mandado a emitir billetes de 10 pesos a la casa Giescke & Devrient, en Leipzig, Alemania, con los que el infortunado Idiarte Borda pretendía ser recordado, cuando se produjo su desgracia. Dice al respecto la nota del sitio oficial del BROU sobre el billete: «Presenta en óvalo la figura de un marinero. Ese espacio estaba destinado a llevar la efigie de Juan Idiarte Borda. A raíz de su muerte, la casa impresora recibió la orden de cambiarla por la figura de un gaucho. A falta de información sobre el tema se estampó un marinero francés».
El primer acto de una damnatio memoriae que aún pervive.