La tarde era tórrida.
El grito ensordecedor de las tribunas era tan fuerte que hasta “el bicho” Muñoz, que era sordo como una tapia, lograba oír.
¡Ruge la leonera!, diría Solé.
El tiro libre era al borde de la empanada, advertía el siempre hambriento y robusto Walter Hugo.
La cuestión es que todo está a pedir de boca para el gol.
No falta nada.
El ariete, con la cabeza en alto y un gran panorama de cancha, está como predestinado para el logro.
Mientras los defensas del equipo locatario usan todas las artimañas de defensa aprendidas en sus años de inferiores -zancadillas, empujones, amenazas y escupitajos-, la delantera de mi cuadrito está ahí, firme, estoica, valiente, serena en la urgencia y con la victoria como única meta.
El lateral derecho prepara el tiro libre; se acomoda las medias, mira al juez de línea, se frota una mano en su abundante y húmeda cabellera, como señal de hacia dónde va a enviar el balón -lugar previamente entrenado y establecido-, mira donde está nuestro centro delantero, que es la gran esperanza, por su enorme capacidad de definición y autocontrol.
El vendedor de panchos tiene mostaza en los dedos, distraído por el momento expectante que se vivía y el repartidor de refrescos dejó de caminar entre la gente, secó su transpirada frente, soltó un resuello y dijo—: ¿Será ahora Uruguay?
El vendedor de café se quemó la mano y el de “pop” estrujó una bolsita por culpa de los nervios.
Los sabelotodo tribuneros adelantaban cómo sería la jugada y cómo reaccionaría la defensa, que en caso de lograr recuperar el balón, podría lanzar un furibundo contragolpe que mataría toda esperanza.
—¡A la cabeza del nueve…con un centro bien medido! —dijo uno.
— ¡No señor! —retrucó enérgicamente otro que gritaba con ojos desorbitados y haciendo ademanes.
—Si se la dan al puntero, este va a desbordar por la banda derecha, la defensa se abre, toca para atrás y los agarra a contrapie.
Todo un universo de emociones y reacciones entraron en ese minuto que no pasaba más.
Una joven pareja tomada de la mano no querían ver, un veterano flaco y de lentes metía la cabeza delante de una cámara de televisión y grita: —¡Uruguay nomá!
Una señora que había llevado comida casera para no gastar allí, porque es carísimo, queda embuchada y parece rabiosa mordiendo una milanesa que evidentemente no había sido tiernizada o era pura vena.
Otro que saltaba al ritmo del bombo de la barra brava se le caían las migas de los pastelitos de hojaldre que le quedaron en el buzo.
Un abuelo recordaba las victorias anteriores y evoca a quien quiera oírlo, las gambetas de Zapirain o la prestancia de Schiaffino.
Y llegó el momento. El lateral corre hacia el balón, el golero rival flexiona las rodillas, la masa de jugadores corren todos hacia el punto penal, la pelota toma vuelo, surca el aire, se eleva nuestro espigado goleador y cuando va a conectar el cabezazo, ¡zas!, mi esposa me despierta y dice: —Dale levántate y vamos a pasear que ahora que empezó la veda electoral no hay que escuchar más el “vení con lo bueno”.
—Sabes que soñaba que estaba en el partido de la vida, uno de esos en que te jugas el futuro y justo me despertaste.
—Pahh, qué pena, discúlpame, ¿y cómo salieron? —dijo entre risas.
—No sé, lo último que escuché fue un ¡es ahora Uruguay!
—Bueno —me dijo–. Después del 27 decime si fue gol.
Estoy seguro que iba a ser el gol de la victoria, era el momento, como ahora.
Sí, es ahora Uruguay.
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