Desde que Petronio en su Satiricón escribió sobre el hombre-lobo hasta la actualidad, el fenómeno ha sido insumo constante de la literatura y la cinematografía. En su confesamente hedónica Antología de la literatura fantástica, Borges, Bioy y Silvina Ocampo lo incluyen, sin olvidarse, claro, de incorporar sus propias creaciones.
Es el de Petronio un breve relato en el que un soldado, después de desnudarse y orinar en torno a su ropa, se convierte en lobo y huye hacia el bosque. Asustado, el narrador se dirige a su casa y su mujer le dice que un lobo ha matado las ovejas pero que alguien lo ha herido. Al día siguiente, en el lugar de la ropa había sangre y en una hostería cercana yacía el soldado herido en el cuello. Eso es todo.
Casi mil novecientos años después, el francés Adolfo D’Assier, matemático, escritor, explorador y estudioso del espiritismo, en su obra Humanidad póstuma describe un caso parecido. Parece ser que la esposa de un molinero llamado Bigot un día se levantó para lavar la ropa y este quiso detenerla. Le advirtió que no fuera porque se asustaría. La mujer no entendía de qué se podía asustar de modo que ignoró la advertencia. Cuando llegó a su destino advirtió que un perro grande –o que así lo parecía dado que aún no había suficiente luz– daba vueltas en torno a ella. Como el animal no le permitía hacer su labor, le tiró con la tabla de lavar acertándole en un ojo. Mientras el animal huía los hijos de Bigot –que estaba en la cama– oyeron gritar al padre de dolor: «¡Esa maldita me ha destrozado el ojo!». Según D’Assier, que dice haber recibido el testimonio de los hijos, Bigot quedó tuerto.
La historia tiene algunas variantes con relación a la de Petronio. Esta pretende ser verídica y, además, el lobo y el hombre coexisten. No se trata de un hombre que pasa a ser lobo y luego vuelve a ser hombre. Lo cierto es que el francés no fue testigo presencial del hecho, sino que repite lo que lo contaron los hijos de un hombre tuerto sobre cómo su padre habría perdido el ojo. Eso no le impidió dar la versión por buena y desarrollar la teoría del cuerpo astral que se aloja en el cuerpo de la bestia.
Lobis-home
Parece ser que el lobisón –personaje de esta zona– es fruto de la herencia gallego-portuguesa, del lobishome, aunque los guaraníes también tienen el suyo, no muy diferente. En ambos casos se trata fundamentalmente del séptimo hijo varón. Afirman que, en Paraguay, el presidente Stroessner acostumbraba apadrinar a los séptimos hijos varones. Y actualmente, todavía hay familias que siguen insistiendo para continuar con esa práctica.
El general Perón, durante su tercera presidencia, incorporó la costumbre al ordenamiento jurídico argentino, por medio de un decreto firmado el 24 de diciembre de 1973. Es interesante que el padrinazgo presidencial alcanza al séptimo hijo o a la séptima hija, sin necesidad de que fueran consecutivos. El artículo 5º de la norma establece que «no crea derechos ni beneficios de naturaleza alguna a favor del ahijado ni de sus parientes», salvo los de neutralizar al lobisón, se entiende.
Pero la historia a la que nos vamos a referir es real –por lo menos en parte–. El 2 de julio de 1852 un hombre fue detenido por el alcalde de Nombela, juzgado de Escalona, en la provincia de Toledo. Dijo llamarse Antonio Gómez, pero sus denunciantes –que lo conocían de sus tierras gallegas– afirmaban que el nombre usado era falso y que estaba implicado en la desaparición de varias personas a las que «había asesinado para comerciar con el unto de sus cuerpos, vendiéndolo en Portugal».
El acusado en cuestión resultó ser Manuel Blanco Romasanta, alias «Tendero», natural y vecino de Regueira, parroquia de Santa Eulalia de Esgos, en Ourense, su última residencia, de cuarenta y dos años de edad, y de oficio tendero ambulante, tal como indicaba su apodo.
Como suele suceder, el detenido negaba toda vinculación con los presuntos desaparecidos, aunque reconoció no llamarse como había dicho en un principio.
Confesión
Trasladado al juzgado en Ourense confesó haber asesinado a varias personas. Pero tenía una explicación más que suficiente para haber cometido esos crímenes. Sin que pudiera impedirlo, en determinadas circunstancias se transformaba en lobo, de donde, no solo había matado a esas personas, sino que las había comido. Tampoco estaba solo en esa terrible condición, sino que la compartía con otros dos hombres: «don Genaro» y «Antonio». Con estos dos individuos a los que no había vuelto a ver ni conocía sus apellidos había cometido esos crímenes. En suma, eran tres hombres lobos los imputables.
Pero él no era séptimo hijo sino fruto de una maldición materna. Aún en el vientre de su madre, ésta habría dicho: «Maldito sea el hijo que llevo en mis entrañas. ¡Quiera Dios que llegue con el tiempo a convertirse en lobo!». Los medios periodísticos de la época no aclaran cuándo y cómo se enteró Romasanta de los deseos de su progenitora. Pero el hombre insistía en que todos los años, el mismo día en que su madre lo maldijera, se convertía en una fiera que se unía a las manadas lobunas que asolaban Galicia para hartarse de carne, preferentemente, humana.
Decía que, cuando se terminaba el efecto de la mala fada (maldición) volvía a su inofensiva y bondadosa forma humana. Por supuesto, esas aseveraciones corrían por su cuenta.
Resultaba tan insólita la explicación que se dudaba de la salud mental del detenido y de la validez de sus declaraciones.
Condenado
Sometido a pericias para evaluar su estado mental, los especialistas concluyeron en que se trataba de un individuo en uso de su razón. A la vez, indicó los lugares del bosque donde podía encontrarse algunos restos y los pesquisantes hallaron huesos humanos. La tecnología de la época no permitía verificar que pertenecieran a las personas buscadas. Tampoco podía determinarse si los cuerpos habían sido devorados por las bestias de los bosques o por esos supuestos hombres lobos. Lo que quedaba en pie era la confesión de Romasanta y el hecho de que los desaparecidos seguían estándolo.
Se probó, también, que había vendido ropa y objetos pertenecientes a las víctimas a las cuales prometía guiar por la sierra de San Mamed hacia empleos que, decía, les había conseguido en Santander. En cuanto a sus dos cómplices, ni rastro. Las autoridades suponían que –excluyendo su licantropía– realmente existieron porque en ocasiones las víctimas eran varias, aunque mujeres y niños.
A fines de 1853 fue condenado a la pena de muerte en garrote, un procedimiento que «consistía en sujetar al reo a una estaca y colocarle un collar de hierro por cuya parte posterior se introducía con violencia una pieza metálica que destrozaba la nuca», (Diccionario panhispánico RAE).
Con el proceso en curso de este asesino serial, Mr. Phillips, un médico francés, dirigió una carta a la Reina –que nunca fue respondida– solicitando hipnotizar a Romasanta. Como fuere, de alguna forma resultó influyente porque la Reina lo indultó y la pena de muerte fue sustituida por cadena perpetua. Según el diario El Corresponsal de España del 21/12/1863, el 14 de ese mes y año, en la prisión de Ceuta donde estaba recluido, murió Romasanta de cáncer de estómago. Durante sus años de prisión por lo menos no se convirtió en lobo.
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