El hombre había estado cuatro años preso. No tanto: cuarenta y siete meses. Y ahora estaba en libertad porque había sido absuelto.
Lo había pasado muy mal, como cuenta en las tres cartas que le había recogido el diario anarquista Tribuna Libertaria. Denuncia que, «en los calabozos se les tiene a los presos sin abrigo, pues hasta el saco se les despoja: se les obliga a dormir sobre el piso de portland mojado; se les tiene en verano sin agua, dándoles solamente dos veces al día. […] Las aguas servidas donde lavan sus ropas, los tuberculosos, sifilíticos, etc., se emplean luego para la limpieza de patios, corredores, cuadras de dormir y hasta para lavar las tablas que sirven de mesa para comer…». Es el 28 de setiembre de 1908, cuando el Dr. Claudio Williman interrumpía las dos presidencias de Batlle.
El firmante calificaba como injusta su prisión, y algo de razón parecía tener por cuanto había sido absuelto. Se trataba de Osvaldo Cervetti un personaje al que la historiografía no ha tratado muy bien, precisamente. Estaba en prisión como presunto autor intelectual de un atentado contra Batlle y Ordóñez cometido en aquellos conflictivos años de revolución.
En agosto de 1904, a un mes del trágico final de Aparicio Saravia, el presidente Batlle enfrentaba un desenlace incierto. Aún Masoller no había laudado lo que, según la historiografía tradicional, sería un antes y un después en la vida nacional.
El 6 de aquel mes, el carruaje trayendo a Batlle y familia, escoltado por algunos soldados recorría el Camino Goes en horas de la tarde. Mientras tanto, Cervetti se encontraba en una peluquería del centro montevideano cuando llegó la noticia: habían intentado matar al presidente y a su familia. El Día dirá que fue una «salvación milagrosa», olvidando por esta vez que los milagros no existen.
En Batlle y el batllismo, de Giudici y González Conzi, escrito veinticuatro años después, así se describe la escena: «Súbitamente retumbó un trueno: enseguida una columna de humo denso, y como un hoyo enorme que se abre, sobre los mismos caballos del coche. Y, un volcán que, estruendosamente vomita tierra y piedras […] el hueco inmenso, de varios metros de superficie; las piedras del pavimento en sugestivo desorden; los rieles de tranvía levantados, rotos y torcidos».
La policía no tardó en aprehender al anarquista Luis Di Trápani que, interrogado, implicó a Osvaldo Cervetti como autor intelectual del atentado.
La historia sin dinamita
En 1907, el club colorado «Defensa de Montevideo» publicó La farsa de la mina. Atentado contra Osvaldo Cervetti. Una versión de los hechos descalificada por los historiadores aduciendo su franco contenido apologético. Sin embargo, el texto aporta algunos datos interesantes.
Di Trápani hizo dos declaraciones: una bajo lo que detalla como apremios físicos en sede policial y otra totalmente distinta ante el juez. En la segunda, dijo que había sido torturado por dos comisarios para que implicara a Cervetti. Y que se le había pagado por parte de alguien a quien no conocía, la suma de cuatrocientos pesos para que fingiera un atentado contra Batlle: solo un poco de pólvora que haría explotar unos 25 m antes de que el carruaje llegara a la “mina”.
El acta conteniendo la retractación de Di Trápani está suscrita por el Juez Dr. Pastor, por el declarante y sus abogados defensores Dr. Tomás J. Perdomo y Juan B. Schiaffino y certificada por el escribano público Juan Villalengua. La fecha de declaración es el 26 de noviembre de 1904.
El libro agrega otro dato interesante: el peritaje oficial del Ing. Carlos Honoré, quien se desempeñaba como Adjunto al Ministerio de Guerra y Marina. Según Honoré, la dinamita estaba ausente «atribuyendo a esa causa y al explosivo inadecuado el efecto nulo de la explosión». El pozo en la foto de Caras y caretas (Bs.As.) de 13/08/1904, que ilustra esta nota, fue hecho por los «bomberos buscando la mina».
¿Dónde queda, entonces, esa escena pompeyana que imagina Giudici, a la que agrega, «…el coche siguió su camino mientras los vecinos vitoreaban al Presidente [que] contestaba a los saludos con viva complacencia»? Renán Rodríguez se ocupará de aclarar que Batlle anotó de su puño y letra en su ejemplar del libro de Giudici que no existieron vecinos ni vítores. ¿Y dinamita?
En pleno siglo XXI, ¡se sigue repitiendo la historia de los «37 cartuchos de dinamita, colocados en una caja de metal»!
El fallo judicial
Dice Eduardo Acevedo en Historia del Uruguay, tomo IX, Anales de la Universidad, 1929, que: «el Presidente Batlle y su familia viajaban en coche por camino Goes [cuando] estalló una mina cargada de pólvora y dinamita que produjo un hoyo de varios metros de superficie […] sólo por obra de la casualidad es que la mina no produjo el resultado que esperaban sus autores».
«Corridos todos los trámites judiciales, pidió el Fiscal, doctor Victoriano Martínez, 21 años de prisión contra Luis Di Trápani, Pedro Calderón, Simón Di Ruggia y Osvaldo Servetti, como autores del atentado».
«El veredicto del jurado de primera instancia hacía notar […] que acerca de Servetti, acusado por Di Trápani como inspirador principal, sólo existían presunciones. Agregaba el jurado, que se trataba de un crimen político emanado de las exaltaciones del momento. La sentencia de primera instancia, condenaba a Di Trápani, Di Ruggia y Calderón a 10 años de penitenciaría y mandaba poner en libertad a Servetti».
El veredicto de segunda instancia establecía que los autores de la mina no habían tenido intención de matar al Presidente, sino de ejercer un acto de intimidación política, dada la condición en que había sido construida la mina según los técnicos oficiales y la declaración de Di Trápani. Y de acuerdo con el nuevo veredicto, el Tribunal absolvió a Servetti y a Di Ruggia y condenó a Di Trápani y a Calderón a 5 años y medio de destierro».
Pero nadie le devolvió a Cervetti los cuatro años de prisión.
Es curioso que Acevedo comience su relato con la imagen de Giudici y a continuación resuma la sentencia que se basa en el informe técnico –¿cómo puede haber hoyo de varios metros?–, que, categóricamente, afirma la ausencia de dinamita.
Dice Rodó que «la historia es […] un recinto al que hay que penetrar sin ánimo de defender tesis de abogado recogiendo en él […] armas y pertrechos para las escaramuzas del presente».
Podrá aducirse que se trata de un ideal, de un deber ser. Pero es solo una definición. Y las definiciones sirven, en este caso, para no confundir historia con relato.
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