Como siempre, mi barrio, que era un país aparte, tenía una variada fauna de personajes entrañables que voy rescatando de mi memoria, aunque creo con firmeza que estos personajes se repiten en todas y cada una de las localidades con nombres o alias cambiados.
De las inolvidables y respetables señoras, siempre aparecen desfilando por la pasarela de los recuerdos “la Chonga”, “Chiquita”, “la Chuchi”, “Lola” y la inefable “Mangacha”. La última me parece verla caminar, muy renga por la artrosis y las varices, agarrándose de cada reja o balcón, rumbo a la provisión de “Chichita”, antigua costurera barrial devenida en almacenera. Era todo un centro cultural donde los chismes eran más comunes y solicitados que el dulce de leche suelto que se vendía por taza.
Aparece en los recuerdos Don Tito, con sus pantalones a la altura del ombligo. Él era el sereno de un galpón que oficiaba de taller mecánico. Era muy meritorio, pero la función de sereno no la podía cumplir en forma acertada, pues todas las noches se dormía y cuando “los amigos de lo ajeno” andaban por los techos, Don Tito se decía a sí mismo —son los gatos —, se reclinaba en el sillón, acomodaba la gorra y seguía durmiendo. Comprendió con el tiempo que los felinos prefieren los ratones o el queso a las herramientas que faltaban en forma continua, de esto se apercibió cuando faltaron las bigornias y los sopletes.
De la muchachada hay mucho para contar. En la democrática calle jugaban juntos el hijo del mecánico, el hijo del tesorero de una empresa eléctrica de fuste, el hijo de la almacenera, siempre culpable de todo lo malo -incluso antes de que sucediera-, toda una peculiaridad. También había un pibe, Pablito, que venía de Buenos Aires todas las vacaciones para jugar al fútbol con nosotros, premio más que merecido que obtenía por su excelente escolaridad. Tenía familia por el barrio, era el sobrino de Doña Nena, y se sumaba a los innumerables pelotazos a un portón con los que castigábamos a los sufridos vecinos. Estos nos denunciaban a la policía para sacarnos la pelota y más de una vez nos la quitaron, pero jamás pudieron con nuestro entusiasmo deportivo.
Si bien el fútbol era el juego preferido que practicábamos todos, jugar a la paleta o descolgarse en la bajada en una chata de rulemanes, en ese orden, nos hacía pasar tardes enteras.
La novedad fue la llegada de un nuevo vecino, montando en bicicleta de carrera, con cambios, casco y caramañola incluidos.
Nos miraba como desafiante al pasar raudo y veloz por el gris cemento.
Le costó mucho adaptarse al barrio y a nosotros, al punto que nos provocaban hasta un grado de fastidio sus actitudes.
Lo bautizamos “El Velocípedo” y su apellido era Martínez, que también poseía un ciclista que en esos días tenía la “malla oro” de una “Rutas de América”, le calzaba perfecto.
Con el tiempo se fueron acomodando “los zapallos en el carro” y nos fuimos relacionando, pero era muy difícil aguantarle un solo comentario, todo lo de él era tan fantástico como su bicicleta con cambios.
Cuando se dio cuenta de que era resistido llegó a extremos increíbles para ganar el cariño de “la barra”. Un día hasta se tiró al piso y con movimientos de pinnípedos con las manos y cuerpo intentó llamar la atención, que si bien logró hacerlo, su cordura quedó en tela de juicio.
Era la época de los bailes y cumpleaños “lluvia” donde los varones llevábamos bebidas y las nenas una torta. En una oportunidad “Velocípedo” fue designado para “repartir la torta” y fue ayudado en la oportunidad por Graciela, una vecina a la que él “le arrastraba el ala”, deslumbrado no por su belleza ni gracia al danzar, sino por su nombre de birrodado.
“Velocípedo” y Gracielita bailaban de todo menos cumbia, decían que les caían pesadas las sonoras y charangas.
El baile se terminó cuando “Velocípedo”, solo para pavonearse, quiso exhibir un reloj trucho diciendo que era un “Gucci”. No le aguantaron más las pavadas y la dueña de casa le apagó la llave general.
Esa noche se sintió muy mal, culpa de una mayonesa con huevos caseros, y a partir de ese día le agarró cierta alergia al producto de las gallinas.
No nos vimos más, pero me dijeron que él sigue alérgico al huevo y dándole pedal a la vida.
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