La literatura abre puertas a mundos, permite soñar y también comprender la realidad circundante. Por eso no es solo válido, sino pertinente, leer textos con los cuales uno disiente profundamente. Pues son estos textos los que marcan mojones que es necesario mantener en la memoria profunda para no errar en la senda verdadera.
Un caso emblemático es el Facundo de Sarmiento. Es una obra maestra de una mente privilegiada pero cuya inquina y desprecio a gran parte de sus compatriotas abrió una brecha difícil de reparar.
Sarmiento, gran propulsor de la educación pública y gratuita en Argentina, embajador ante EE.UU., gobernador y luego presidente, fue la culminación de una especie poco frecuente: político y militar, intelectual y estadista. También fue un hábil propagandista, no solo de la causa unitaria sino de su propia persona. Su copiosa obra, más de 50 volúmenes, atestigua capacidad de trabajo y un compromiso con la causa a la que dedicó su larga vida: europeizar Argentina y erradicar toda esa rémora execrable que son los gauchos.
A esa tarea dedica especialmente el Facundo, una obra dedicada a desentrañar por qué esa geografía exuberante, que es la Argentina, genera oleadas tras oleadas de montoneras, por qué ese gaucho epítome de la cusa federal culmina la idea arquetípica de lo salvaje y por qué muerto Facundo vendrá la peor pesadilla unitaria: Juan Manuel de Rosas.
La obra se constituye, entonces, en un extraño manual para explicitar lo que sufren los civilizados en esa tierra infinita argentina, porque el salvajismo asola por doquier y solo hay un remedio real: eliminar a los gauchos pues su sangre no sirve ni para regar la Pampa. Facundo se convierte, por momentos, en la explicación dada por un americano a europeos en pleno proceso de intervención en el Río de la Plata, brindándole los argumentos que ellos quieren oír. Así es que su inicio es un acápite en francés: On ne tue point les idées, adjudicado a Fortoul. Dice la tradición que Paul Groussac, director y reformador de la Biblioteca Nacional Argentina y de origen francés, evaluó que la cita estaba mal adjudicada. Pero lo interesante es que el propio Sarmiento se siente en la necesidad de traducirla a su propio antojo: en lugar de No matamos las ideas, prefirió A los hombres se degüella, a las ideas no. Incurriendo indirectamente en un salvajismo que no vacila en adjudicar a sus contrarios.
Barbarie o Civilización: esa será la dicotomía para estructurar la lucha política. Claro que los civilizados quizás sean bastante más bárbaros que lo esperable según su indulgente autorretrato… y bastante más representantes de intereses de metrópolis, de obtener materias primas regaladas y colocar sus manufacturas sin competencia posible. Y será de la filosa pluma de don Arturo Jauretche en su más que recomendable Manual de Zonceras argentinas donde se realiza la disección del ideal de Sarmiento y sus adláteres cuando debate de plano la afirmación “el mal que aqueja a la República Argentina, es la extensión”. La pesadilla de balcanizar a América ya sabemos a quiénes les sirvió.
Y cuando hoy en día en otras riberas del Plata seguimos viendo la misma animadversión hacia la gente del interior profundo, el desprecio soterrado al valor de su trabajo y de algún modo, el equipararlos a ciudadanos de segunda, sacralizando ciudades macrocefálicas, tan solo estamos asistiendo al triste espectáculo de herederos de la mala semilla sarmentiana.
Pero, retornando a lo primero que planteábamos, es un texto imprescindible. Muy bien escrito, en el que los denostados caudillos federales devienen progresivamente en arquetipos bravíos que constituyeron la matriz de nuestras patrias.
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