El domingo pasado me desperté muy temprano, demasiado tal vez para ser día de descanso.
La cuestión es que hice mi clásica ceremonia del mate, calentando el agua, ensillando el amargo, fui a buscar los bizcochos y el semanario que siempre mi buen amigo Marcelo, del kiosco del barrio, me reserva con absoluta responsabilidad todos los fines de semana.
Ya en la panadería los bizcochos humeantes y su aroma me abrazaron, amenazando mi dieta balanceada de pan integral y sucumbí a la tentación, con total éxito.
Y allí andaba yo, subiendo por Hipólito Irigoyen, rumbo a casa, con cara de culpa, por haberme rendido tan fácilmente a la dulce y crujiente masa, pero en el fondo no dejo de reconocer que había cierto rictus de placer en mi azucarado rostro.
Tal era así que Marcelo el kiosquero me preguntó en voz alta:
-¿Anda contento porque hoy lo van a visitar los misioneros?, acompañando el grito con un sonora carcajada.
Recién ahí me di cuenta que era el día del timbrazo, el día del “cara a cara” con los militantes oficialistas que vendrían a conquistar mi voto, porque reconquistar era imposible, ya que nunca opté por su opción.
Decidí que como buen ciudadano que me considero debía atenderlos como se merecen.
Me puse a preparar una mesita, le coloqué hasta un mantel, donde puse prolijamente dos platitos de fina porcelana taiwanesa, con los correspondientes “pan con grasa” que recientemente había adquirido, las “margaritas de dulce de leche” ya habían sucumbido a mi voracidad, antes de llegar a casa.
Me puse a pensar cómo sería la manera más educada de recibirlos.
Decirles -Buenos días caballeros, o debía decirles ¿compañeres o camarades?, ¿orientales, misioneros?
¿Debería de mostrarme afable, simpático, abierto, generoso, risueño o por el contrario mostrar un gesto adusto ante su presencia?
Prendí la computadora donde tengo guardado cientos de canciones pensando recibirlos con algún tema emblemático para romper el hielo, pero cuando me acordé que no tengo ningún tema con referencia al “Che” y el “a desalambrar” de Vigletti no formaba parte de mi playlist, desistí de hacerlo.
En resumen, ya había transcurrido buena parte de la mañana y yo aún no sabía cómo recibirlos, los bizcochos se enfriaron y ya había tomado un termo completo de agua y mi duda seguía en pie.
Me di cuenta que la simbología que adorna mi casa no sería de su agrado, pues hay un póster de la sagrada familia, una serie de cuadros antiguos herencia y orgullo familiar, que contienen imágenes de Aparicio Saravia, y para completar los males unas listas de Cabildo Abierto y la blanca de la 62 de Enciso estaban en la mesa del comedor delataban las preferencias familiares.
Sonó el timbre, una, dos, tres veces.
Ahí fue cuando me empecé a dar “manija” y me dije a mi mismo ¿pero qué se creen estos tipos, que voy a esconder lo que siento y creo por el solo hecho de tratar de ser educado?
¿Qué voy a quitar los cuadros, que les voy poner música y voy a sacar las listas para que me vengan a decir que ahora van a hacer lo que no hicieron quince años?
¿Se creen acaso que me voy a dejar “dorar la píldora” con sus mentiras? ¿Qué me olvidé de que me trataron de facho, rosadito, oligarca, lamebotas y otras groserías?
A lo mejor cuando abra la puerta los Kevin y Braian intenten coparme y ni Leal ni Bonomi se van a enterar.
Lo concreto es que me subió la presión de sólo pensarlo, me angustié y pensé es imposible vivir más años así y cuándo me dirigí a la puerta, olvidándome de todo protocolo y normas de buena conducta les espeté un claro y sonoro ¡Anda a pedirle el voto a Magoya!