María de la Cuadra 1er. Premio AEDI- Uruguay Categoría Cuento
—Pibe, comprendo que estos son momentos difíciles para vos, pero por tu bien, tratá de calmarte.
¿Que trate de calmarme? Cómo puedo hacerlo cuando acaban de morir mis viejos ¿De dónde mierda sacaron a este policía? Intenta palmearme la espalda. Lo esquivo.
—Disculpá que te lo pregunte ahora, pero cuanto antes aclaremos los hechos mejor, decime, ¿tenés alguna idea por qué hizo esto tu padre?
¿Me pregunta si sé algo? Justo a mí, que lo sabía todo y no hice nada. Nada. Alguien me cubre con una manta. La rozo sobre la cara. Todavía tiene el perfume de mamá. En el living se cruzan personas que suben y bajan a la habitación de mis padres. Evitan mirarme. Me pregunto si les causaré lástima o para ellos es sólo un día más de trabajo. Unos periodistas están detrás de los vidrios de la puerta de entrada. Se mueven inquietos, iguales a quienes se preparan para iniciar una carrera. Sin duda mañana aparezco en todos los noticieros. Si la vieja estuviese en medio de este lío vuelve a morirse, pero de vergüenza. Siento la espalda helada. Me acurruco en el sofá. Fue en este mismo lugar donde vi a papá sostener ese maldito menú entre sus manos. Se paró frente al bar. Tenía una mirada extraña. Apoyó el menú sobre la barra y se sirvió un whisky cuando le pregunté:
—Viejo, ¿ahora te vas a dedicar a la cocina?
—Quiero darle una sorpresa a tu madre. Invité al doctor Carreño a casa. Será una cena de negocios, y no quiero que Virginia se altere con el tema —me contestó. Lo miré intrigado.
—No te sorprendas. Sabés bien que tu madre siempre hace un quilombo bárbaro con este asunto de las comidas —deslizó una mano por su pelo lacio y canoso—quiero organizar esta reunión yo mismo, será el martes próximo.
Se tomó el whisky de un sorbo, caminó hacia la cocina sacudiendo el piso de madera, y junto a los sonoros pasos de sus interminables piernas, le escuché gritar:
—Después de todo, no sé por qué te doy tantas explicaciones.
Y estaba en lo cierto, porque yo tampoco se las había pedido. Es más, me sorprendió que me las diese.
Mamá llegó como siempre, tarde a la noche, cansada de sus actividades sociales. La vieja había cumplido cuarenta años una semana atrás, aunque según mis amigos se mantenía hecha una piba. Mi padre y yo la esperábamos mirando las noticias en la tele cuando nos dijo:
—¿Cómo andan mis hombres?
Papá la miró y no respondió. A ella no pareció importarle, se acomodó el escote del ajustado vestido y me besó en la cabeza. Luego se apoltronó en su asiento favorito, y preguntó:
—¿Qué se come hoy en esta casa?
—Vieja, creo que es mejor irnos a cenar afuera porque Ramona está de muy mal humor, y eso significa pollo recocido de nuevo.
— ¡Mirá que sos tonto, Sebas!
Hablábamos, aunque daba lo mismo si no lo hiciésemos. La verdad nunca se decía. Escucho que me preguntan:
—Pibe, ¿estás mareado?
Este policía es un pelotudo. Mi cara debe estar transparente porque estirándome el brazo agrega:
—Tomá. Con esto te vas a sentir bien.
Me alcanza un vaso con una miserable medida de whisky. Lo agarro con desgano imaginando que un porro me vendría mejor. El ambiente sigue igual. Entran y salen policías sin cesar. No sé qué carajo miden. Hacen marcas en el piso. Toman fotos. ¿Desplegarán una actividad tan prolija cuando los muertos son unos pelagatos cualquiera?
Mantengo un sorbo de whisky en mi boca mientras recuerdo que los días pasaron sin mayores novedades. Lo único que me intrigó fue esa mirada extraña que persistía en los ojos de mi viejo. Parecía estar a punto de matar a alguien. Y así era nomás. Pero cómo iba yo a saber, que él, justamente él, tan medido, tan controlado, lo estaba planeando de verdad. Aunque, cuando lo vi limpiar su revólver, algo, por lo menos algo tuve que sospechar. Pero ni se me ocurrió. Hasta lo consideré más ridículo de lo habitual. Siendo franco, cualquier actitud suya me resultaba increíble, y pregunté:
—¿Le tenés miedo a los ladrones?
—Uno nunca sabe. Se escuchan demasiadas cosas. Es mejor estar preparado.
Lo miré sin darle importancia a sus comentarios, y le repliqué con ironía:
—¿Te acordás que vivimos en un condominio cerrado y con vigilancia permanente?
—Uno nunca sabe —repitió.
Hasta un niño se hubiese dado cuenta que mentía. Giro la cabeza intentando quitarme el dolor del cuello, trago el sorbo de whisky. No fue mi culpa, no fue mi culpa, me repito sin lograr convencerme. Me aferro a la frazada. El frío no pasa.
La cena con el doctor Carreño fue hoy. Miro mi reloj y me doy cuenta que fue ayer. Ya son las cinco de la mañana.
El invitado vino solo. Yo quise salir con mis amigos, pero mamá me agarró de un brazo, y suplicó:
—Quedate. Después de la comida si querés te podés ir.
Discutimos, y al final acepté bajo la condición que me pasaría más plata de la habitual para salir el sábado. Soportar a ese tal Carreño no sería tan malo si a cambio podía ir a bailar con Martina. Fue una explicación normal la que me dio: “¿Qué puedo hablar con un doctor al que nunca vi en mi vida y que encima viene a cenar sin que tu padre me avise con anticipación?”.
El hombre llegó puntual. Tendría unos cincuenta años, alto, con ojos pardos y una mirada enmarcada con unas cejas posiblemente demasiadas espesas. Nunca le presto atención a los veteranos, pero diría que comparado con mi padre, él era uno pintón. Se mostró un poco nervioso al entrar a la casa, pero resultó soportable. Me senté en un sofá justo enfrente a él. Hablaron de viajes, de libros, de películas. ¡Qué sé yo! De mil boludeces hasta que por fin pasamos al comedor. Eran las diez y media de la noche. Comimos ese menú elegido por el viejo. No sé de dónde lo sacó, pero a Ramona le salió una imitación de comida oriental asquerosa. De todas formas después de alivianar mi hambre habitual les empecé a prestar más atención. Los tres hablaban estupideces pero también los tres estaban nerviosos. El invitado parecía atento a todos los movimientos de mis padres. A mamá se le cayó un poco de vino sobre el mantel, y papá tenía cara de loco. Sus pupilas iban y venían controlando las miradas entre mi madre y el invitado. Miré de nuevo la hora, las once y veinte. Me hubiese ido en ese mismo momento, aunque el estímulo de la plata que iba a recibir me contuvo. El invitado tenía brazos largos, primero rozó una mano de mamá mientras le festejaba un comentario insulso sobre una peli, luego hizo lo mismo con papá cuando hablaban de no sé qué otra cosa. Me sorprendió. De ahí en más no les quité los ojos de encima. El doctor en seguida de esos gestos cariñosos pareció calmarse, en cambio mis padres estaban alterados, pero a su vez embobados con él. Me divirtió la situación hasta que mis observaciones se centraron en papá. Porque mi viejo siempre fue hábil en público para esconder sus preferencias, pero le agarró la mano al tipo y se la oprimió al tiempo que intercambiaba con él una mirada casi de devoción. Mantuvo esa zalamería por interminables minutos frente a los ojos desorbitados de mi madre y de los míos. Con bronca reflexioné: ¡Este no es el acuerdo, viejo de mierda! Hacé la vida que se te cante, pero fuera de la casa.
Un policía se apiada de mi palidez y me sirve otra miserable medida de whisky. Dice que no puede darme más porque su jefe anda por allí vigilando. Le agradezco con una mueca.
Luego del postre pasamos de nuevo al living. El doctor encendió un habano. El olor me hizo pensar que quizás serviría para disimular si yo fumaba un porro, pero preferí guardarlo para el sábado. La conversación entre ellos se estancó. Mamá se movía en su asiento sin saber para dónde ni a quién mirar. Papá recuperó su mirada de loco. El único que parecía gozar de la situación era el invitado, aunque de repente, y sin dar demasiadas explicaciones, se paró para irse. Saludé al doctor Carreño como un zombi. Es más, creo que el tipo debe de pensar que lo soy, porque no recuerdo haber dicho palabra alguna en toda la noche. Las caras de los viejos no reflejaban que estuviesen esperando mis “buenas noches”. Fui a mi dormitorio y me tiré vestido sobre la cama, antes me saqué los Nike. Creo que el doctor ni siquiera llegó hasta su auto estacionado en el parque de casa cuando mis padres comenzaron a pelear. Todavía no sé por qué, quizás por no poder creer lo que se increpaban esta vez, pero dejé mi puerta entreabierta en el segundo piso. Agradecí al pensar que Ramona ya estaría en su pieza bastante alejada del centro de la discusión.
—¡Hija de puta! Tenés todos los machos que querés, ¿por qué tuviste que sacarme a Carreño?
—¿Cómo iba a saber que también salía contigo? Si conmigo siempre fue muy hombre. Además, sos un morboso de porquería, no entiendo para qué tuviste que traerlo —decía mamá.
Las peleas y los insultos continuaron subiendo de tono. Casi vomito la falsa comida oriental cuando mi padre entre sollozos confesó que estaba enamorado del visitante. Que desde un tiempo atrás sospechaba que lo traicionaba con otro, y por eso lo hizo investigar. Lo que nunca pudo imaginar es que el engaño sería con una mujer, y menos con su propia mujer. Que la iba a matar. Oí empujones y cachetazos, no sé quién se los daba a quién. No eran los primeros que se daban y no creí que fuese cierta la amenaza de matarla, aunque la actitud de ambos me pareció más patética que nunca. Escuché a mi vieja subir la escalera perseguida por papá. Después nada. O mejor dicho todo. Un disparo junto a un desgarrador grito de la vieja. Detrás, un último disparo seguido de un golpe seco en el suelo. Silencio. Eternos segundos de silencio. Quedé petrificado. Ansiaba volver a escuchar sus gritos y reproches, aunque estaba convencido que no se producirían. Por fin salté de la cama y corrí hacia el cuarto de ellos. Ni siquiera tuve que abrir la puerta. Ahí estaban los dos. Mamá encima de una alfombra. Su expresión semejaba a la de una niña sorprendida que miraba el techo con la boca y los ojos muy abiertos. Por su cuello corría un hilo de sangre serpenteante. El cuerpo de mi padre yacía sobre el piso boca abajo. ¿Dónde se disparó? Ni idea, porque mis ojos no podían despegarse de ese hilo de sangre que con rapidez desbordaba alrededor de mi vieja, empapando y transformando su pelo castaño en tiras púrpuras y movedizas. Los gritos de Ramona rebotaron en mi espalda haciéndome reaccionar. Traté de socorrer a mi madre. Fue inútil. Estaba muerta.
Ahora estoy en el living, y a pesar de haberme lavado las manos repetidas veces me parece que aún huelen a su sangre. Me pregunto, ¿por qué no le avisé cuando vi al viejo con ese revolver? ¿Por qué no sospeché? Y me trituro la cabeza repitiéndome, por qué, por qué.
Se acerca el jefe de los policías. Parado a mi lado insiste en interrogarme.
—Si estás más calmado, tratá de pensar. ¿Tenés alguna sospecha por qué pasó esto?
Fijo la mirada en mis calcetines azules manchados de rojo y un lejano diálogo retumba en mis oídos.
—Mamá, largá al viejo y empezá de nuevo. No seas tan hipócrita.
—Tengo que serlo, igual que lo es tu padre. Si nos divorciamos no faltaría algún amiguito de él que comente por qué lo hacemos, y de eso, en mi familia no se habla. Me daría demasiada vergüenza por vos y por mí.
Le dije que vivíamos en otra época. Que ya a nadie le importaría, y menos a mí. La machaqué con esa charla miles de veces hasta que me di cuenta que había empezado a frecuentar a sus amantes. Supuse que ya no la pasaba tan mal. Después, ninguno de los dos volvió a hablar sobre el tema, yo, porque la creí tan farsante como mi viejo, y ella, no lo sé, quizás sentiría una nueva vergüenza. Sinceramente, me daba lo mismo, la situación se me hizo cómoda, los tres vivíamos como se nos cantaba.
El policía otra vez intenta apoyar su mano sobre mi hombro y de nuevo lo esquivo. Los periodistas ahora están dentro del living. Me miran como a una presa.
Sus miradas hacen que de pronto el frío que siento se transforme en un profundo calor que me recorre el cuerpo y enciende la cara. Tiro a un lado la manta que cubre mis hombros. Me convenzo que no tengo nada que ver con todo lo que pasó, que si mis padres no fueron sinceros yo no tengo culpa, que eran de otra generación. Como flashes se me aparecen sus dobles vidas, me avergüenzan sus miedos, sus ridículas falsedades.
Ramona, me observa perpleja desde un rincón, aspiro profundo, una vez, dos veces, imagino los futuros titulares de los diarios, los chismes de mis amigos de la Facu, de los profes, de Martina, de los vecinos.
El policía continúa ahí, fijo, estático. Espera mi respuesta. Por fin lo miro directo a los ojos, retuerzo las manos, y sin vacilar le contesto:
—No insista. No tengo la menor sospecha.
María de la Cuadra nació en Montevideo. Cursó estudios de abogacía – Título Bachiller en
Derecho. Becada un año en Milwaukee, Wisconsin, U.S.A., graduada de Senior. Ganadora de concursos literarios en Argentina, España, Chile, México, U.S.A. y Uruguay, entre cuyos jurados se destacan José Saramago, Rosa Montero, Guadalupe Nettel y Rafael Courtoisie. Cuenta con novelas y libros de cuentos publicados en Argentina, Chile y Uruguay. Desde 2014 da talleres de escritura literaria en Montevideo.