La realidad de la diáspora cultural uruguaya queda expuesta por la presencia de artistas de alto nivel y vasta trayectoria que andan por el mundo y que no siempre son reconocidos suficientemente o invitados a volver al país de origen. Aunque las reflexiones respecto de este tema tan importante exceden ampliamente este espacio, La Mañana quiso conocer más profundamente a uno de nuestros embajadores culturales que hoy vive esta situación.
Al momento de esta entrevista con el actor, director y dramaturgo Walter Acosta, lo encontramos aún buscando una sala teatral en Montevideo para su obra Ser o no ser. Confiamos en que al momento de salir publicada ya tenga sala confirmada para poder deleitar al público uruguayo.
Una noche de 1967, en Las Piedras, cuando usted regresaba de sus ensayos con Los Comediantes, encontró bajo la puerta de su casa un recorte de diario totalmente inesperado que iba a cambiar drásticamente su vida futura. ¿Fue un golpe de suerte?
Sin duda. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, sigo pensando que lo fue. Debo a la generosidad de una vecina conocedora de mis inquietudes teatrales haberme enviado aquel recorte en el que se anunciaba un concurso para trabajar en el Servicio Latinoamericano de la BBC de Londres. También fue un golpe de suerte que yo reuniera entonces dos requisitos particulares exigidos por la BBC: conocimientos sólidos de inglés y experiencia en el campo teatral. Eso me abrió las puertas para ganar el concurso e iniciar un viaje a Londres jamás imaginado antes. A todo esto se debe que ahora pueda hacer mías las palabras del gran Peter Brook cuando dijo que “la suerte es la diosa que preside toda aventura teatral”.
Más allá de sus primeros trabajos juveniles en Las Piedras, de su paso por la escuela de El Galpón, de sus años en el elenco y de los que dedicó más tarde a Los Comediantes, ¿considera que el viaje a Londres marcó el inicio de una etapa de verdadera formación teatral?
Sería injusto no afirmar, primeramente, que todo eso que usted describe,y que antecede a mi partida de Uruguay en 1967, constituyó de por sí una fuente importantísima de aprendizaje y experiencia. Fueron etapas estimulantes que dejaron profunda huella en mí, llegando a la conclusión de que sin ese bagaje no hubiera podido responder cabalmente a los nuevos desafíos ni hubiera contado con la perseverancia necesaria para abrirme paso en una ciudad como Londres. Mucho menos, enriquecerme profesionalmente con el esplendor del teatro que allí se cultiva. Estoy convencido, también, de que sin los conocimientos adquiridos en Uruguay tampoco podría haber contribuido a la promoción y divulgación en Londres del teatro latinoamericano, estrenando obras de Eduardo Pavlovsky, Osvaldo Dragún, Isaac Chocrón, Ugo Ulive, Ricardo Talesnik o Roberto Santana.
Sabemos que en sus veintitrés largos años en Londres, convocó y trabajó con grandes actores y actrices. Basta nombrar entre ellos a John Gielgud, Kenneth Branagh, Trevor Howard o Julie Christie ¿Qué los distingue: su profesionalismo, su creatividad, su disciplina, su técnica?
Trabajar con actores y técnicos en un idioma que no es el tuyo demanda un permanente y arduo ejercicio de comunicación y concentración. Lo mismo ocurrió reiteradamente en mi afortunada relación con insignes dramaturgos como Harold Pinter (excelente actor también), Edward Bond y Arnold Wesker. Cada producción no solo tuvo que responder a los desafíos particulares de las obras seleccionadas, sino también al carácter personal de quienes las interpretaban y a sus credenciales artísticas. Dirigir La tempestad, de Shakespeare, y elegir a alguien que como John Gielgud ya había protagonizado a Próspero en siete montajes anteriores no era cosa corriente en Londres. Tampoco lo fue, por ejemplo, invitar al septuagenario Trevor Howard, de tantas películas inolvidables, a ser el Rey Lear… ¡o convencer a Julie Christie para encarnar su primer Chéjov como Masha en Las tres hermanas! Sin encontrar otras explicaciones, sospecho que mi entusiasmo, mi temperamento de latino extrovertidoy mi obsesiva preparación del trabajo con los actores debieron haber contribuido a salvar puentes y establecer rápidamente el diálogo fecundo que todos buscábamos, yo el primero.
Los atributos que usted menciona son, en mi opinión, características sobresalientes de los teatristas ingleses. Yo agregaría la modestia. Son actores que están dominados por un profesionalismo que ejercen sin pausa y con todo rigor, al punto incluso de poner en un segundo plano sus propias aspiraciones y facultades creativas frente a lo que un director pueda proponerles para tal o cual obra, muy especialmente cuando se trata de una obra desconocida para ellos. Además, sin renunciar al análisis exhaustivo de sus personajes –o por ello mismo–, aportan observaciones luminosas y gratificantes en los ensayos. Ni hablar de su legendaria puntualidad y entrega al oficio.
Su experiencia de teatro se fue construyendo con especial énfasis en la actuación y la dirección. Pero parece que un día, finalmente y sin renunciar a todo aquello, surgió la dramaturgia. ¿Cómo ocurrió? ¿Es imprescindible la interrelación entre estas tres actividades?
En alguna medida, la pregunta hace necesaria una nueva mención a los golpes de suerte en mi camino. Cuando me propuse probar la dramaturgia en 2000, ya llevaba más de 45 años como actor y director. Había terminado mi larga estadía en Londres y probaba nuevos horizontes en Ginebra. Al lanzarme a la dramaturgia, no hubo entonces recortes de prensa bajo mi puerta en Suiza ni contratos autorales para escribir una obra por encargo. Responder a las tentaciones de la pluma fue, simplemente, un acto más o menos tardío de curiosidad y empeño que todavía hoy sigo practicando con afanes de superación y con un creciente bagaje de experiencia escénica. Tal fue el marco en que escribí mi primera obra, titulada El escorpión y la comadreja, alusiva a Margaret Thatcher y Augusto Pinochet, una farsa desenfrenada, esperpéntica, que nunca se ha representado pese al premio que le concediera Casa de las Américas, en Cuba en 2001.
En lo que respecta a la posible complementariedad entre la actuación, la dirección y la escritura teatral, no la considero imprescindible para que alguien acceda a la dramaturgia. Hay escritores prolíficos que jamás pisaron un teatro.
Como dramaturgo, ha incursionado en investigaciones muy precisas de personajes históricos y referenciales que usted mismo señaló hace un momento. ¿Podría darnos más detalles de esta preferencia distintiva?
La Historia, con mayúscula, siempre ha tenido una fascinación especial para mí y es mi principal fuente de inspiración. Arranca en mi niñez y adolescencia con la literatura puramente ficcional. No privilegio ninguna época en particular porque más que tal o cual acontecer histórico, tal o cual revolución o dictadura, me interesa investigar las conductas de sus protagonistas y las de quienes padecen sus consecuencias o las usufructúan.
Además del célebre dúo que ya mencionó, su galería de personajes incluye a Florencio Sánchez, Lope de Vega, Cervantes, Stalin, Brecht, Miguel Hernández, Juan Carlos Onetti y José Pedro Varela. ¿Cuál sería el propósito central que le guía al escribir teatro valiéndose de tan diversas fuentes?
El material que voy recogiendo, como paciente ratón de biblioteca, me sirve para enlazar metáforas y situaciones, sobre todo para subrayar la vigencia y las posibles resonancias que el tema elegido tenga en nuestros días. En todo caso, el juicio de un crítico ocupado en analizar mi primera obra me ahorra mayores autorreferencias: “Como un cirujano frío y preciso, Acosta recoge eventos y personajes ubicados en la cresta del acontecer humano y los dota de una teatralidad mordaz que lleva a esta obra –más allá de las evidencias documentales o el dolor de la memoria testimonial– a ubicarse en una dimensión escénica donde la ironía, o incluso lo grotesco, desnudan el aparente blindaje de lo que fue un poder omnipotente”.
¿Cómo se hace para que una obra sea llevada a escena y no quede archivada en un cajón? ¿A quién hay que convencer?
Debe recordarse que no todos los dramaturgos se interesan en el estreno de sus obras, actitud incomprensible para quien como yo opina exactamente lo contrario y permanece atado a la obra luego de escribirla e imprimirla en letras de molde. Unos abandonan de inmediato al recién nacido y se dedican a nuevos proyectos; otros no escatimamos esfuerzos para que el texto llegue a las tablas, pues, como bien afirmaba Brecht, una obra de teatro no existe hasta que no sea representada. Verdad es que la escritura de la obra ya constituye una primera recreación escénica del texto en la imaginación del autor, pero la representación efectiva en las tablas, expuesta ya al trabajo del director y los actores, es la verdadera prueba de fuego. Parecería, por lo tanto, que quien primero debe estar convencido del estreno es, por supuesto, el autor de la obra. Si así lo intenta seriamente, se expone a largos trámites y negociaciones. Si no lo hace, condena a su obra al silencio de las tumbas o al ataque de las polillas.
¿Diría usted que encarar la producción de una obra hoy en día es una tarea complicada?
En Montevideo y en cualquier lugar del mundo. En Inglaterra, por ejemplo, el legendario apoyo gubernamental a las artes y la cultura en general revela una progresiva política de reducción o eliminación de subsidios.
¿Hacer teatro sigue siendo un sacrificio como en los viejos tiempos o acaso es una tarea permanente de militancia?
En los años cuarenta y cincuenta no eran pocos los teatristas uruguayos que, fervientes cultores de una mística muy particular transmitida desde Francia por gente como Romain Rolland y su Teatro del Pueblo, enfrentaban la dificultad cotidiana de sobrevivir apelando a muestras de gran sacrificio y romántica militancia. Hoy duele comprobar que todavía no se haya logrado la aprobación e implementación de una ley que ponga fin a las penurias económicas de la comunidad teatral uruguaya con un programa estatal de profesionalización realista, viable y con un presupuesto libre de zozobras. Pese a tales circunstancias, es alentador que Montevideo ofrezca hoy un número sorprendente de espectáculos que colman las carteleras de todo tipo de salas y espacios. El año pasado debí contactar a unas quince salas antes de encontrar un escenario para mi unipersonal El último molino.
¿Qué le importa más como actor: un buen texto o la presencia de un buen director? ¿Prefiere los unipersonales, algún género en especial o determinados autores?
En materia de géneros, prefiero la comedia y la tragedia, que, de todas formas, deben cautivarme a priori con textos brillantes. Mis unipersonales sobre Artigas, Cervantes o Florencio Sánchez fueron estrenados por mí y bajo mi dirección. Me encanta el desafío de transitar a solas el escenario, aventura que por cierto volverá a ocurrir este año cuando estrene mi Shakespeare en Montevideo…
Su larga trayectoria en el teatro fue reconocida en Uruguay al otorgársele el año pasado los premios Florencio y Morosoli. ¿Le interesaría transmitir esa experiencia a las nuevas generaciones o permitir que se le vea en acción con nuevos proyectos?
Confiesohaber ya intentado algo al respecto con varios talleres de teatro en Buenos Aires, tarea que conlleva un aprendizaje recíproco enriquecedor. Con igual intención de aportar mi testimonio, hace algunos años me atreví también a escribir y publicar mis memorias y andanzas, las cuales titulé con la última frase pronunciada por Hamlet antes de morir en brazos de Horacio: “El resto es silencio”. Allí, precisamente, recordé con irremediable pesar que mi gran maestro y colega Atahualpa del Cioppo no haya dejado un libro sobre su vida en el teatro, como sí lo hicieron, entre otros, Alberto Candeau, Ugo Ulive, Ruben Yáñez o César Campodónico. Ahora, ante el paso del tiempo, centrar todos mis esfuerzos en tratar de que mis obras se estrenen se ha convertido en una absoluta prioridad.
Si El Galpón, que fue su escuela, o la Comedia Nacional, con la que ya trabajó en 2003, o cualquier otro teatro nuestro le invitara a trabajar, ¿usted aceptaría?
Con todo gusto. Sería, una vez más, otro gran golpe de suerte en mi vida, ¿no le parece?
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