Otra vez la Argentina enfrenta la encrucijada de votar un nuevo gobierno en medio de una calamitosa situación económica: inflación anual de tres dígitos, caída del 2,5% pronosticada para el PIB, un déficit fiscal cercano al 5% del PIB y la tasa de interés en moneda nacional en 118%. El 40% de las personas vive en hogares por debajo de la línea de pobreza, mientras que la deuda federal fluctúa en torno al 90% del PIB.
¿Quién se anima a atrapar este tigre por la cola? Sin embargo, candidatos no faltaron, aunque ya quedan solo dos en carrera. Uno representa la continuidad del populismo sin barreras que compra voluntades sin reparar en los daños que inflige al futuro del país; el otro, un enlace de último momento entre el rechazo al sistema y la ortodoxia que perdió su oportunidad de oro en el periodo anterior al actual. Como decía Wilde de las segundas nupcias, el triunfo del optimismo sobre la experiencia.
Gane quien gane, el desafío es inmenso. Cuando los países enfrentan angustias económicas resultantes del descontrol del gasto interno (el origen de todos los problemas), generalmente se conocen los pasos a seguir. La solución económica pasa por implementar un drástico programa de reducción del gasto público y privado hasta recuperar los equilibrios macroeconómicos básicos que permitan estabilizar la economía y recuperar la confianza de los agentes económicos.
Lo que se ignora es cómo hacerlo. Este es el problema político. No hay palabras que inspiren más temor y rechazo en el alma de un gobernante que la frase “programa de ajuste”. Conlleva la certeza de no repetir en el siguiente periodo de gobierno, como premio a la infausta labor de reordenar la economía. Por ello suele escucharse el reclamo por un gobierno de unidad nacional, en un esfuerzo por repartir el costo político del ajuste a lo largo del espectro político.
FMI al rescate
Como los efectos positivos de los planes de austeridad tardan en manifestarse, dicho ajuste requiere cierta financiación externa, especialmente para amortiguar el impacto sobre los sectores más vulnerables de la sociedad.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) fue creado en 1944 con el propósito de financiar a países que entraban en crisis de pagos (léase agotamiento de sus reservas internacionales). Reinaba en aquellas épocas un esquema global de tipos de cambio fijos con relación al dólar, moneda que escaseaba y debía obtenerse en base a exportaciones. El FMI típicamente autorizaba la devaluación de la moneda nacional y apoyaba con créditos a los gobiernos para permitir importaciones esenciales mientras se intentaba remediar la situación.
La condicionalidad asociada a los créditos del FMI refería a las medidas que debía adoptar el gobierno del caso para sortear la crisis, y que típicamente consistían en restricciones al gasto público y a la emisión monetaria (los sospechosos de siempre). El acuerdo aprobado por las partes condicionaba los desembolsos trimestrales al progreso en la implementación de las medidas acordadas. Además, el FMI insistía en su condición de acreedor preferido, o sea el primero en recibir sus repagos.
Por más leyenda negra que se ha construido en torno al FMI (en parte bien ganada por su insistencia en privatizar empresas estatales), el hecho es que es la primera institución a la cual acuden los países cuando caen en problemas económicos graves y la única que tiene la obligación de responder. Además, para los gobiernos que deben afrontar duras medidas internas, resulta un útil chivo expiatorio (“nos obliga el Fondo”).
El mundo ha cambiado muchísimo desde entonces y la variedad de riesgos que acechan a las economías se ha multiplicado. El FMI ha evolucionado y asumido nuevos roles de coordinación internacional ante crisis de diversa índole. Pero si hay algo que no ha cambiado es la aparición recurrente de las malas prácticas macroeconómicas de gobiernos que ignoran las leyes más básicas de la economía en su búsqueda de permanencia en el poder.
La Grecia de América
Hace más de una década Grecia se encontraba en una situación similar a la Argentina de hoy. En realidad peor, porque ni siquiera tenía a su alcance dos de los tres instrumentos básicos para ayudar en el ajuste: el tipo de cambio y la tasa de interés. Al ingresar a la eurozona había entregado ambas herramientas, adoptando el euro como moneda única y aceptando la tasa de interés controlada por el BCE en Frankfurt.
Con la única herramienta a su disposición –la política fiscal– debió sortear una década de austeridad impuesta, financiada y controlada por la temible troika FMI-BCE-Comisión Europea. La semana pasada le llegó su merecido reconocimiento al recuperar su calificación crediticia de BBB que le permite retornar a los mercados financieros internacionales con grado de inversión.
Es que causa y efecto suelen distar mucho en los tiempos económicos, viviéndose años después las nefastas secuelas de los errores y excesos cometidos en tiempos que se mantienen teñidos de rosa en la memoria popular.
Argentina debe optar por el camino griego o permanecer hundida en el caos. El populismo económico deja en su huella una infinidad de destrozos, no siendo el menor de ellos el quebranto moral que se arraiga en la población. El canto demagógico de las sirenas que proponen al electorado adquirir derechos sin esfuerzo se asemeja en sus resultados a la gratificación instantánea propuesta por los usureros a cambio de cómodas cuotas: alegría pasajera y deuda duradera.
Quizás Argentina pueda evitar al FMI endeudándose en vez con China como ha hecho recientemente para pagar una cuota de su deuda con el organismo, aunque se suponía que los fondos estaban destinados importaciones desde el país asiático. El tiempo dirá si el cambio de acreedor fue simplemente una salida coyuntural, o si comienza un proceso de reubicación geopolítica de nuestro país hermano.
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