A medida que los países se recuperan de la crisis actual, pueden hacer algo más que estimular el crecimiento económico; pueden dirigir la dirección de ese crecimiento para construir una economía mejor. Para garantizar dicho objetivo, la asistencia a empresas debería estar condicionada a la protección del interés público. Durante demasiado tiempo los gobiernos han socializado los riesgos y privatizado los beneficios cuando llegan los buenos tiempos.
Cuando al Estado no se lo percibe como un socio en la creación de valor,
sino como un simple arreglador de problemas, los recursos públicos corren riesgo de erosionarse rápidamente. En consecuencia, los programas sociales, la educación y la salud no cuentan con fondos suficientes para garantizar los objetivos del Estado. En muchos sentidos, Silicon Valley es un producto de las inversiones del gobierno de EE.UU. en el desarrollo de tecnologías de alto riesgo. Los contribuyentes se arriesgaron cuando invirtieron en estas tecnologías, pero la mayoría de las empresas de tecnología que se beneficiaron de esta inversión social, no pagan hoy los suficientes impuestos para compensar la inversión estatal.
Por el contrario, cuando los sectores público y privado se unen detrás de una misión en común, pueden hacer cosas extraordinarias. Así es como Estados Unidos llegó a la Luna en 1969. Durante ocho años, la NASA y empresas privadas —en sectores tan variados como el aeroespacial, el textil y el electrónico— colaboraron en el programa Apolo, al invertir e innovar juntos. Con audacia y vocación de experimentar, el Estado y las empresas privadas lograron lo que el presidente John F. Kennedy llamó: “la más arriesgada y peligrosa aventura en la que el hombre se ha embarcado”. No se trataba simplemente de comercializar ciertas tecnologías o incluso de impulsar el crecimiento económico. Se trataba de hacer algo juntos.
Economista italiana Mariana Mazzucatto, en Foreign Affairs
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