Años de excesiva tolerancia de prácticas abusivas en mercados no competitivos llegarán a su fin con una serie de medidas anunciadas por la Casa Blanca, reflejando el regreso a una tradición de protección al consumidor y trabajador.
No lo dijo Marx, ni Mao ni Fidel. Fue Joe Biden, actual presidente de los EE.UU., al lanzar la semana pasada una batería de órdenes ejecutivas apuntando a beneficiar al consumidor norteamericano con medidas dirigidas a limitar el exceso de poder y las prácticas anticompetitivas de las grandes corporaciones del dicho país.
Algunos lo interpretarán como una señal que el Partido Demócrata se ha vuelto definitivamente socialista (o liberal, según el léxico de los EE.UU.) bajo la influencia de su ala progresista. Otros, que el grado de poder económico y político concentrado en las principales empresas del país ha llegado a límites intolerables y deberá ser acotado.
En realidad, los EE.UU. poseen una extensa historia de combatir la concentración de poder del mercado en pocas manos. La ley Sherman de 1890 inauguró la “era progresiva” (1896-1916) que permitió a Teodoro Roosevelt (entonces presidente republicano) y su sucesor Taft desmantelar la Standard Oil de los Rockefeller. También ha habido largos períodos de inacción y complacencia, especialmente durante los años 20 y a partir del giro hacia las políticas neoclásicas de Reagan (republicano) a comienzos 1980.
En mercados dominados por pocos actores, el concepto de “libre empresa” no dejaba de ser una mera ficción. Sucesiva legislación, en gran parte impulsada por el legendario Juez Brandeis, habilitó una nueva ofensiva “anti-trust” en las administraciones de Franklin Delano Roosevelt (demócrata) cuyo efecto inercial llegó a incluir el pleito federal lanzado bajo la administración Nixon (republicano) que terminó en la fragmentación del monopolio telefónico de AT&T.
Los monopolios naturales
La observación de Biden enfatiza la grieta entre los postulados de la economía académica y lo observado en el mundo real. No alcanza sólo con que haya mercados (en lugar de planificación centralizada), sino que dichos mercados deben operar en situación de competencia para optimizar su impacto social. De no ser así, el mercado deviene simplemente un instrumento de extracción de rentas.
Como se señaló editorialmente en una edición reciente, ciertos mercados no se adaptan –por motivos de escala de producción eficiente o consideraciones estratégicas– a una fragmentación de unidades productivas. En el caso de estos “monopolios naturales”, las opciones son estatizar el mercado o permitir su operativa en manos privadas bajo regulación rigurosamente vigilada. Ambos enfoques tienen sus ventajas y desventajas.
En nuestro país la preferencia tradicional ha sido por las empresas públicas, mediante las cuales el estado ha provisto directamente los servicios esenciales a la población (energía, comunicaciones, agua) a la vez que ha extraído rentas de apoyo parafiscal y de clientelismo político (exceso de funcionarios y proyectos faraónicos). Pero en otras áreas –por ejemplo, el transporte interdepartamental– el enfoque regulatorio ha funcionado aceptablemente.
En otros países, los servicios básicos son provistos por empresas de capital privado (las “utilities”) que obtienen el permiso exclusivo para atender un mercado, a cambio de someterse a las directivas de una comisión pública. Ésta fija sus requerimientos de inversión, volúmenes de producción y tasa de retorno, a la vez que debe aprobar todo aumento tarifario propuesto por la empresa. Pero la “captura” del regulador por parte de la industria es siempre un peligro latente bajo esta opción.
El ciclo regulatorio
Como decía Orwell, el problema de la competencia es que alguien suele ganarla. O sea, que existe una tendencia natural a que los mercados vayan quedando en pocas manos. En los mercados competitivos, el arte del regulador está en evitar que ello suceda. A primera vista esto parece un despropósito, ya que podría conspirar en contra de la innovación y el desarrollo por parte de las empresas. Pero las leyes de propiedad intelectual garantizan recompensa al innovador, aunque sea transitoria.
Precisamente una de las medidas anunciadas por Biden refiere a la industria farmacéutica, donde los gigantes industriales (“big pharma”) abusan de su protección legal para prolongar sus monopolios. Una de las modalidades más flagrantes es el acuerdo “pay-to-delay” (pagar para demorar) con productores de medicamentos genéricos (copias del original) para que éstos no inicien su producción aun cuando el plazo de protección legal ya haya vencido, lo que permite a aquéllos mantener sus precios altos.
La puja entre industria y regulador se ve reflejada permanentemente en lo que se conoce como el ciclo regulatorio. Ya sea por innovación o elusión de la normativa vigente, las empresas permanentemente presionan contra la frontera regulatoria, llevando a situaciones límite en cuanto al beneficio del consumidor. En algunas industrias – típicamente la financiera – los resultados pueden desestabilizar la economía en su totalidad.
El regulador, ya sea por ignorancia o tolerancia, suele correr por detrás de la industria en cuanto al conocimiento cabal de sus prácticas. Pero llegada la situación crítica, la regulación existente debe modificarse para contemplar las situaciones anteriormente imprevistas y prevenir contra la repetición de resultados indeseables. Recomienza así un nuevo ciclo regulatorio, que luego de un plazo prudencial se verá otra vez puesto a prueba por la industria del caso.
Se puede concluir que en muchos casos el problema no es la inexistencia de las instituciones apropiadas para cumplir con la función reguladora, sino su inoperancia. En los EE.UU. existe una plétora de organismos rectores creados por ley con el cometido de velar por los intereses del público consumidor de bienes y servicios. Pero es el poder ejecutivo quien controla el entusiasmo o la desidia con la cual sus nombramientos persiguen los fines del organismo. Las órdenes ejecutivas impartidas por Biden dan claros indicios de su posición al respecto.
Medidas anunciadas
Algunas de las industrias afectadas por las órdenes ejecutivas son:
Industria Farmacéutica. Además de lo ya mencionado, se liberarán las importaciones de productos farmacéuticos desde Canadá para abaratar el costo local de los medicamentos. También se promoverá el mayor uso de medicamentos genéricos. Se permitirá la venta sin receta de aparatos de ayuda auditiva.
Big Tech. Las prácticas de empresas como Amazon, Apple, Facebook y Google serán objeto de escrutinio en cuanto al manejo de la privacidad de sus usuarios, la venta de datos a terceros, sus políticas de fusiones y adquisiciones, sus medidas que puedan impactar negativamente a pequeños competidores, y su exclusividad en la reparación de equipos telefónicos celulares.
Transporte aéreo. Las líneas deberán reembolsar a pasajeros por los costos de despachar equipaje en caso de demora en entrega.
Industria Financiera. El historial financiero de los clientes bancarios es de su propiedad y deberá acompañarlos cuando opten por cambiar de institución bancaria.
Agricultura. Los fabricantes de maquinaria agrícola no podrán exigir exclusividad en la reparación de unidades vendidas.
Proveedores de Internet. Merece especial atención el mercado de banda ancha para los hogares, debido a falta de cobertura y tarifas abusivas. Inquilinos en conjuntos residenciales deberán tener la libertad de decidir el servicio a contrata. Se restaurará la política de neutralidad de redes, que prohíbe a proveedores otorgar preferencias de rapidez en el tráfico a originadores de contenido y sitios web favorecidos.
Mercado laboral. Se limitará el uso de cláusulas de “no competir” (por las cuales un empleado deberá esperar un periodo determinado de años antes de emplearse en una empresa de rubro similar) para contratos laborales que superen los US$100,000 anuales.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex Director Ejecutivo del Banco Mundial.
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