El perdón no es de naturaleza forzada; cae cual llovizna del cielo como una doble bendición sobre quien lo otorga y quien lo recibe. (William Shakespeare, “El mercader de Venecia”, 1597).
La propuesta de Cabildo Abierto de atender la situación de endeudamiento de un segmento sustancial de la población mediante una ley que busca promover acuerdos entre deudor y acreedor o –en su defecto– un pronunciamiento judicial, ha despertado reacciones varias en los círculos político-periodísticos.
El planteo buscó incorporar sugerencias que llegaron desde otras tiendas tanto cercanas como distantes en el espectro ideológico, en lo que desde el primer momento se enfocó como un problema de índole no partidario que afectaba sin distinción a miles de familias.
La idea central de la iniciativa es llegar a identificar para cada caso que se presente un monto que, por un lado, guarde una relación racional con el monto real adeudado en el momento que se produjo el incumplimiento, pero por el otro diste de la estrafalaria cifra que surge de la aplicación –mes tras mes– de desmesuradas tasas de mora y otros cargos que no deberían tener cabida en una economía cuya tasa de inflación anual no ha llegado a los dos dígitos en veinte años.
Pero no se trata de buscar las culpas sino el remedio. Identificado el monto de la “deuda justa” (cuya valoración es sin duda una apreciación subjetiva), el paso siguiente será establecer un cronograma de pagos –incluido al contado– que de cumplirse llevaría a la rehabilitación de la parte deudora en el sistema financiero.
El proyecto también propone una nueva fórmula de cálculo de las tasas tope de interés y mora, reduciéndolas a valores más conmensurables con nuestra economía y relacionándolas directamente con el costo de endeudamiento del Estado uruguayo, lo cual permitiría a la población compartir directamente los beneficios procedentes de la mejora de imagen del país en los mercados financieros.
¿Qué dicen las calificadoras?
Es llamativo sin embargo que, en su reciente y elogioso informe sobre la capacidad del Uruguay de hacer frente a sus compromisos financieros externos, la calificadora Standard & Poors no dedique una línea a la capacidad de los uruguayos de cumplir con sus compromisos financieros internos. El tema parece tenerlos bastante sin cuidado.
Y probablemente tengan razón. No hay motivo para pensar que una reestructuración de deuda privada desencadene inestabilidad en el sistema financiero, ya que en primer lugar no parece tratarse de una amenaza sistémica y además la propuesta dista de crear incentivos perversos o promover el riesgo moral entre la población.
Nunca faltan las Casandras que ponen su grito en el cielo para alertarnos de las mil calamidades que caerán sobre el país si a los mercaderes de Venecia no se les permite extraer hasta la última onza pactada.
Pero el manido argumento de que otorgar un alivio en el servicio de deuda a sectores que carecen de posibilidad de cumplir con lo pactado a su vez restringirá la oferta de crédito al resto de la población no tiene mayor asidero. Si la relación rendimiento/riesgo es atractiva –y vaya si lo es con tasas de interés de tres dígitos–, seguirá habiendo prestamistas que limiten su “debida diligencia” a exigir una factura de servicios públicos.
Y esto sucede a todo nivel, sea privada, pública o internacional. ¿Cuántas veces han regresado los prestamistas a países deudores luego de su enésimo incumplimiento?
Quien goza de una buena imagen crediticia no la va a poner en juego, porque no hay nada para ganar en la propuesta y mucho para perder. A quien ha incumplido, en cambio, se le ofrece un camino de recuperación en la medida que pueda asumir el servicio o la cancelación de una deuda que guarda relación real con la suma del perjuicio original ocasionado al prestamista.
¿Sistemas rigurosamente vigilados?
Se nos ha hecho notar la falta de datos de respaldo a la propuesta.1 Algo de cierto hay en ello. A nivel público solo se han manejado cifras como la masa de deudores irrecuperables en la central de riesgos del BCU (630 000) o habitantes cuyos datos figuran en el clearing por atrasos (un millón); lo que indica la existencia de un grave problema a nivel de población, pero no necesariamente del sistema financiero.
Es obvio que esta limitada información no alcanza para el diseño detallado de un plan de alivio que integre los aspectos logísticos y financieros. El BCU no ha sido precisamente generoso con los datos a su disposición, más allá de sus publicaciones estadísticas regulares. Un informe del segundo trimestre de 2022 señala morosidad del 3% en las familias endeudadas con el sistema bancario, pero dado que ello excluye a las empresas administradoras de créditos (EAC), su representatividad es discutible.
Sin duda el endeudamiento familiar de mayor riesgo se concentra en las EAC, donde el 70% de la operativa corresponde a empresas pertenecientes a los principales bancos de plaza. Sería muy útil contar con datos firmes sobre montos prestados, condiciones e incumplimientos, por sector y por destino del préstamo de todos los proveedores de crédito familiar. Si la propuesta de Cabildo logra energizar la discusión técnica del tema sobre la base de datos firmes y de tiempos relevantes, ya habrá contribuido de forma importante al hallazgo de una solución.
[1] La Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay (AEBU) hace una apreciación similar en cuanto a la pobreza de datos sobre el tema en un reciente informe donde ubica al 36% de las familias en zona de problemas financieros.
Un ejemplo a recordar
En agosto de 1982, el gobierno mexicano convocó a sus acreedores internacionales para comunicarles que entraría en cesación de pagos. Ello sacudió a los mercados globales y fue el detonante de una crisis de deuda en el mundo en desarrollo, llevando a lo que se ha dado en llamar la década perdida.
Si bien estos países habían aprovechado el reciclado de petrodólares para endeudarse en exceso, el detonante de la crisis fue la rápida y fuerte suba de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal, bajo la firme mano del gobernador Volcker. La inflación había perdido su ancla en Estados Unidos y éste era el único remedio conocido. Como resultado adicional, la economía mundial cayo en recesión.
Para peor, la mayor parte de la deuda se había contratado a tasa variable (tomando una tasa de referencia como el Libor más un plus) que, al llevar la tasa aplicable a niveles de 20%, eliminó cualquier posibilidad para los países deudores de mantenerse al día.
La imposibilidad de hacer frente a sus compromisos no era solo problema para los países deudores, sino también para la banca acreedora. Su exposición de cartera a estas deudas representaba posibles pérdidas por varias veces su capital, colocándola en una precaria situación patrimonial. La necesidad de capitalización era imperiosa.
Ni los deudores podían pagar ni los acreedores podían capitalizar. La situación era grave para el sistema bancario global en su conjunto. ¿Cómo se llegó a una salida? Básicamente con tiempo. El Plan Baker fue la solución interina –con esperas y refinanciaciones para mantener los pagos al día (con apoyo del FMI y Banco Mundial)– hasta que finalmente la banca recuperó su solidez en 1989.
Luego vino el Plan Brady, con las distintas opciones que los países deudores pudieron aprovechar para disminuir el peso del servicio de la deuda: repago al contado con quita de capital, canje de bonos con reducción del monto o de la tasa, y la opción de fondos frescos adicionales. Salvando los tiempos y las distancias, no debemos olvidar que otros en el pasado nos dieron una mano para salir del pozo.
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