Los modelos económicos que guían nuestro pensamiento deben evolucionar junto a las propias economías. Es indudable que la apertura comercial global iniciado en la segunda mitad del siglo XX contribuyó a que la economía como disciplina académica incorporara modificaciones al modelo clásico para abarcar la llamada economía abierta.
Décadas después surgió la necesidad de adaptar nuevamente el modelo para contemplar la apertura financiera global, caracterizada por el levantamiento de las restricciones a los movimientos transfronterizos de capitales privados de cartera. Este big bang regulatorio posibilitó que los inversores institucionales superaran su sesgo doméstico y salieran al mundo en busca de mayores rendimientos de cartera, aun en los mercados emergentes.
En el nuevo modelo se destacaba la contribución del canadiense premio nobel Robert Mundell al postular la “trilogía imposible”, según la cual –en presencia del libre flujo internacional de capitales– la gestión macroeconómica debía optar entre fijar la tasa de interés nacional o el tipo de cambio. Intentar controlar ambos era imposible.
El razonamiento era el siguiente: si un país (con credibilidad) fijara el valor de su moneda en términos de la moneda de otro país, a fuerza debería adoptar también la tasa de interés del país referente. De no ser así, los capitales fluirían masivamente hacia o desde el país fijante, según intentase fijar su tasa de interés por encima o por debajo –respectivamente– de la tasa del país referente, llevando a una situación insostenible para el tipo de cambio.
Visto desde otro ángulo, podría decirse que el país que deseara contar con una tasa de interés propia para su política monetaria debería liberar la determinación del valor de su moneda al mercado cambiario libre.
¿Intervenir o influir?
Estos dos procesos cambiaron la fisionomía de los mercados financieros y cambiarios, resultando en una fusión de ambos que quedó plasmada en la teoría de paridad de las tasas de interés. El teorema postula que –con los mercados en equilibrio– la diferencia entre las tasas de interés de dos países debería reflejar la depreciación esperada entre sus respectivas monedas. O, en otras palabras, si no hay depreciación esperada entre ellas, es porque tienen la misma tasa de interés.
Por ello llama la atención que la autoridad monetaria de cualquier país (y mucho más del nuestro) hable de los mercados de dinero y cambiario como si fueran compartimientos estancos. Es cierto que en uno se determina la tasa de interés y en el otro el tipo de cambio, pero eso no quiere decir que no estén conectados.
Insinuar que no haber intervenido en el mercado cambiario por tres años exime al Banco Central del Uruguay (BCU) de toda responsabilidad en la evolución del tipo de cambio durante dicho lapso no promueve la transparencia en la comunicación de la institución, dado que es precisamente su política de tasa de interés elevada –mediante los vasos comunicantes– la que está contribuyendo a mantener sobrevalorada a nuestra moneda.
Daño colateral
Uruguay, como la mayoría de los países, ha optado por conservar una política monetaria (es decir, manejar una tasa de interés propia) y en teoría librar el valor del peso al libre juego de la oferta y demanda. Como parte de la política antinflacionaria del BCU, la tasa de interés de política monetaria (TPM) se mantiene en niveles altos, promoviendo un cambio de posicionamiento desde el dólar hacia el peso en las carteras de inversores, ya sean locales o extranjeros.
La dinámica es conocida: los dólares se convierten a pesos para aprovechar la tasa alta en moneda nacional, generalmente mediante la compra de Letras de Regulación Monetaria (LRM) emitidas por el BCU, que así absorbe (o esteriliza) el exceso de pesos en circulación.
En su pasaje de dólares a pesos, los fondos presionan al alza el valor de la moneda nacional. Ello alimenta el volumen de la operativa, ya que al diferencial de tasas se agrega otra ganancia que resulta de la permanente valorización del peso.
Por ejemplo, una colocación en dólares a un año de plazo hecha a comienzos de 2022 hubiese rendido un 4,7 por ciento (letra de tesorería de Estados Unidos). En cambio, mediante la operativa descrita hubiera logrado un 14,4 por ciento (con 11,5 por ciento de la LRM y 2,6 por ciento de apreciación cambiaria del peso), superior en casi mil puntos básicos.
En resumen, el inversor se lleva una ganancia del 14,4 por ciento, mientras que el BCU logra recuperar un 4,7 por ciento si coloca los dólares recibidos con sus demás reservas. La pérdida neta del BCU por esta operativa varía según el monto de LRM, las respectivas tasas y el tipo de cambio, pero en promedio no ha bajado de los quinientos millones de dólares anuales en la última década. La Tesorería General de la Nación ha debido capitalizar el BCU en cuatro ocasiones desde 2010 para solventar su situación patrimonial negativa.
La carreta delante de los bueyes
Sin duda, el BCU ha logrado bajar la inflación con su insistencia en tasas de interés elevadas, y ello no es un logro menor. Pero debemos preguntarnos si el precio de este logro lo justifica. Además de las pérdidas financieras generadas al BCU por el mecanismo descrito, el mayor daño radica en el impacto contractivo en la economía real, causado por el creciente costo en dólares de los servicios asociados a la producción nacional.
A mi modo de entender, el tipo de cambio real es por lejos la variable más crítica de una economía como la nuestra, dependiente del comercio internacional. Los volúmenes de producción, consumo, comercio, empleo, ahorro, inversión y todo lo que tiene que ver con el crecimiento y desarrollo dependen del tipo de cambio real. El BCU debería apuntar a una política de metas de tipo de cambio real, utilizando todo mecanismo lícito (incluso la tasa de interés) para promover la competitividad de nuestra producción. Cuesta comprender cómo hemos permitido que la variable clave de la economía se determine en función de los humores del mercado de inversores.
La operación fue un éxito, lástima lo del paciente
Ante la sugerencia de que con la inflación en su actual nivel cercano al cuatro por ciento pudiera considerarse una baja significativa en la TPM, el BCU sostiene que la tasa debe mantenerse alta para evitar que se disparen nuevamente las expectativas. O sea, el peso uruguayo seguirá en régimen de esteroides y la economía no reaccionará.
Pero la fuente de las expectativas negativas no está en las tasas ni en la inflación, sino en el déficit fiscal. Acá lo que se ha hecho es sustituir el impuesto inflacionario por un impuesto cambiario para financiar el desequilibrio fiscal, que sigue siendo el principal problema macroeconómico. Un impuesto cambiario oculto que lo pagan los que venden en dólares y compran en pesos. Están matando a la economía en el proceso. Si quieren vencer las expectativas inflacionarias, trabajen sobre el déficit fiscal. Allí está el meollo del asunto.
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