La teoría económica predice que en aquellos países donde la ventaja comparativa radica en la abundancia de trabajadores menos calificados, las empresas deberían seleccionar tecnologías de producción más intensivas en mano de obra y menos intensivas en capital. Hasta allí va la teoría neoclásica.
En un trabajo reciente, el economista Dani Rodrik analiza junto a otros colegas el caso de algunos países africanos. “Muchos países de bajos ingresos en África y otros lugares esperan recorrer un camino similar al de China. Aunque ninguno espera necesariamente un éxito a la escala de China y de los tigres de Asia oriental, la industrialización y la integración en las cadenas de valor mundiales se consideran esenciales para lograr un rápido crecimiento económico -o para restablecerlo tras la pandemia del covid-19- y crear un gran número de puestos de trabajo para la población joven de África”, explica Rodrik en una columna reciente en Project Syndicate.
Sin embargo, Rodrik argumenta que las tecnologías de producción manufacturera se han vuelto progresivamente más intensivas en el uso de capital y mano de obra calificada, respondiendo a los costos de los factores de producción en las economías avanzadas. Visto de esta manera, a una industria con una cadena de valor integrada a nivel global no le resultaría competitivo establecer una fábrica en África con tecnología de la década de los ´50 o ´60, solo porque en esa región el factor trabajo es relativamente más barato que el factor capital. Como estos países no pueden competir en mercados globalizados con productos obtenidos con tecnologías más antiguas, las cadenas de valor mundiales están sesgadas contra la mano de obra no calificada.
Los países de bajos ingresos no pueden competir en mercados globalizados con productos obtenidos con tecnologías más antiguas. Las cadenas de valor mundiales están sesgadas contra la mano de obra no calificada.
“Esto deja a las economías africanas ante un dilema. Sus empresas manufactureras pueden optar por ser más productivas y competitivas, o por generar más puestos de trabajo. Hacer ambas cosas al mismo tiempo parece muy difícil, si no imposible”, afirma Rodrik, concluyendo que “los recientes patrones de cambio tecnológico en las economías avanzadas parecen haber dificultado el desarrollo de los países de renta baja y su convergencia con los niveles de renta del resto del mundo”.
Con millones de empleos perdidos y empleados administrativos trabajando desde la casa, el covid-19 solo ha acelerado esta transformación en el mundo del trabajo. “Pero muchos de estos cambios se derivan del fracaso de las respuestas de política económica a las megatendencias que ya existían mucho antes de que golpeara la pandemia, aumentado cada vez más la precariedad del empleo y profundizado la inseguridad económica”, afirman los economistas S. Dewan y E. Ernst en Finanzas y Desarrollo, publicación del FMI. Los autores argumentan que, sin una masiva creación de empleos, la mano de obra excedentaria ejercerá presiones a la baja sobre los salarios y las condiciones laborales, deteriorando la calidad de vida de los trabajadores y poniendo un techo el crecimiento económico de los países en desarrollo.
Dewan y Ernst proponen varias medidas para contrarrestar esta tendencia. Primero, las autoridades deben reconocer que la búsqueda incansable del crecimiento económico no generará empleo de manera automática. La prioridad debe ser un crecimiento generador de empleo. Esto implica promover sectores que empleen muchos trabajadores y aumenten la capacidad de crecimiento; por ejemplo, las infraestructuras. En segundo lugar, los gobiernos deben rechazar la idea de que “cualquier empleo es mejor que no tener trabajo”. Eso podría ser cierto desde la perspectiva de un trabajador indigente, pero tiene poco sentido en términos económicos. Los empleos de baja calidad agravan la desigualdad, desaprovechan el potencial productivo y reducen la demanda agregada; y todo esto es malo para el crecimiento. Tercero, los gobiernos deben asumir que la tecnología es inexorable y no puede contenerse, pero sí puede regularse su incorporación al mundo del trabajo. Cuarto, la llegada de la tecnología y los cambios en los factores demográficos de las economías en desarrollo exigen inversiones en reformas estructurales y el capital humano con el fin de preparar a los jóvenes para que accedan a mejores empleos.
Finalmente, los autores advierten ante la miopía de impulsar la eficiencia en lugar de generar resiliencia, tendencia que deja vulnerables a las economías. Las inversiones públicas en salud, educación, empleo y sistemas de protección social han demostrado su valor. Y aunque estos programas puedan parecen ineficientes en épocas de bonanza, ofrecen el margen necesario para que las autoridades reaccionen con rapidez en épocas de incertidumbre como la actual.
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