El sistema liberal democrático de mercado se impuso como paradigma universal a fines del siglo XX. Pero aun dentro de este marco existen matices que definen tanto el comportamiento económico como la armonía social. Los EE.UU. se encuentran en un proceso de búsqueda de su equilibrio.
El fin de la historia
Pocos meses antes de la caída del muro de Berlín en 1989, con timing impecable el norteamericano Francis Fukuyama publicaba su artículo que causaría revuelo en el mundo académico y de relaciones internacionales bajo el provocativo título de “¿El fin de la historia?”.
Más allá de un ameno paseo guiado por la dialéctica de Hegel, Marx, Weber y Kojéve (este último un exiliado ruso en el Paris de los años 30), el artículo nos lleva a su conclusión central: el sistema liberal democrático de mercado ha surgido como indiscutido vencedor –tanto en el enfrentamiento bélico como en el campo intelectual– frente a sus rivales del siglo XX, el comunismo y el fascismo.
De aquí en más, lo que está en juego son matices. Solo en el microclima de algún aislado tajamar (no nos demos por aludidos) podrían sobrevivir especies exóticas que osaran negar la supremacía del mercado frente a la planificación autoritaria y de la democracia como proceso político legitimante.
Quizás el tono triunfalista del mensaje haya rechinado, pero su contenido es de recibo: ya a nadie se le ocurre proponer un esquema distinto. No porque el materialismo histórico sea determinante, sino debido a que las experiencias realmente vividas han dejado al sistema liberal democrático de mercado sin rival en el mundo de las ideas. Prueba de ello fue la pamplonesca corrida al oeste de repúblicas socialistas y países satélite en ocasión del colapso de la Unión Soviética, incluyendo la propia Rusia.
Hay alargue
Sin embargo, la historia no termina aquí. Se achicó la cancha, pero el partido se sigue jugando. Lejos están de resolverse todos nuestros problemas como sociedad y los “matices” pueden ser cruciales a la hora de determinar su estabilidad y perspectivas de progreso.
Aun dentro del marco de la democracia y el mercado caben concepciones muy distintas en cuanto al grado de regulación de los mercados, el papel del estado en la economía, los limites a las libertades individuales y el alcance de las redes de seguridad social.
A pesar de la globalización, los países mantienen diferencias en función de su historia, su cultura, sus etnias y su religión. Se contrasta, por ejemplo, el fatalismo colectivo asiático con el individualismo emprendedor de occidente. O los protestantes que comen bien con los católicos que duermen bien (según Weber). Generalizaciones, no hay duda, pero con cierta autenticidad descriptiva. No hay talle único para los países y el proceso para llegar al corte ideal de cada uno puede ser largo y tumultuoso.
Buscando el equilibrio
Pero sí hay límites y contrapesos al proceso. Las sociedades no disponen de recursos infinitos y por lo tanto existen costos de oportunidad. Armar una red de seguridad social al estilo escandinavo no está al alcance de todos los bolsillos. Primero hay que llegar al nivel de producción que permita solventarlo. Y luego instrumentar la política fiscal que permita implementarlo.
El aumento de la presión fiscal siempre corre el riesgo de humedecer la chispa del emprendimiento privado, que en ultima instancia es la fuente de energía de los mercados. Sin duda el ánimo de lucro es una fuerza motivadora de mayor empuje que la solidaridad social, pero el factor decisivo es la brecha entre el umbral de satisfacción del emprendedor y el umbral de tolerancia del postergado.
Y en esto, aun las sociedades liberales, democráticas y de mercado difieren. Vemos el ejemplo más generoso en los países escandinavos, con la mayor presión fiscal y los beneficios sociales más amplios, seguidos por la Europa mediterránea con impuestos y prestaciones algo menores. Luego está el modelo anglosajón moderado (el Reino Unido, Australia, Canadá y Nueva Zelandia).
Todos tienen en común la alternancia frecuente en el gobierno de partidos laboristas o socialistas que han dejado su huella en el sendero distributivo. En muchos casos los excesos del “estado de bienestar” alteraron el delicado equilibrio entre desincentivos y prestaciones, llevando a situaciones económicas de inestabilidad y estancamiento económico que terminaron provocando una reacción liberal en las urnas.
No a la polarización
Queda por mencionar el modelo anglosajón a ultranza, tipificado por los EE.UU. de América. Un país tan conservador que los republicanos tildan a los demócratas de “socialistas” y a liberales de “comunistas”. Un país donde el empresario más popular (Warren Buffet, CEO de Berkshire Hathaway) reconoció que pagaba proporcionalmente de sus ingresos una cifra menor al IRPF de su secretaria. Un país que nunca tuvo una “experiencia progre” (salvo con aquel radical de los años 30, Franklin Delano Roosevelt).
Las prestaciones sociales no son magras en los EE.UU., pero en términos de cobertura de salud y costo de enseñanza terciaria son sustancialmente inferiores a los de Europa, por ejemplo. Está claro que, como sociedad, se prioriza la iniciativa y el emprendimiento. Los frutos del esfuerzo individual se privilegian en comparación a la solidaridad.
Es un sistema que funciona, como lo demuestra el dinamismo y la resiliencia de la economía. Pero su contracara es una gradual concentración de riqueza en porcentajes minúsculos de la población. La gran clase media norteamericana, otrora símbolo de prosperidad y oportunidad, hoy es un pálido reflejo de aquellos años de la posguerra. Para muchos, el “American dream” se ha vuelto un sueño realmente.
El problema de las sociedades en decadencia es que se vuelven fácil presa del populismo. Gente que se esfuerza sin recompensa, que queda desplazada por la globalización, que ya no tiene edad para reconvertirse laboralmente, busca explicaciones a su situación. Y nunca falta quien les provea de chivos expiatorios y razonamientos fáciles de comprender. Pero polarizar la sociedad nunca debe ser el camino.
*Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Fue Director General CEMLA y Director Ejecutivo del Banco Mundial.
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