“Estamos peor que en el 2002”, dijo hace unos días el senador nacionalista Sergio Botana. La realidad es que en muchos aspectos, la situación es más precaria que la existente a fines del 2001, previo a la crisis que se terminó desencadenando al año siguiente. Mientras los niveles de sobrevaluación cambiaria eran similares a los actuales, el déficit fiscal se encontraba por debajo de 4% del PBI y la deuda pública representaba menos del 50% del PBI. Pero más allá de las similitudes o diferencias que pudieran existir con el 2002, lo importante es preguntarse qué podemos hacer para anticiparnos y evitar un desenlace similar. Comencemos entonces por estudiar las circunstancias que condujeron a la crisis.
En un contexto regional no menos complicado que el actual, el 1 de marzo del 2000 asumía la presidencia el Dr. Jorge Batlle. No había transcurrido dos meses cuando su gobierno firmó una carta de intención con el FMI, permitiéndole acceder a líneas de contingencia en caso de necesidad. Pero el FMI pidió que el país hiciera ajustes. ¿En qué consistía esta “condicionalidad”?
En el memorándum preparado por las autoridades uruguayas se daba cuenta de las consecuencias adversas que la devaluación del real brasileño del año anterior tenía sobre la economía uruguaya, a lo que se sumaba la profunda recesión por la que atravesaba Argentina. Para fines de 1999, el PBI se había contraído un 3,4%, el desempleo superaba el 11% y el déficit fiscal se había disparado a 3,8% del PBI. Pero a pesar de todo, el FMI afirmaba que “Uruguay no experimenta dificultades para acceder a financiamiento”, ni tampoco avizoraba ningún problema en el sistema bancario público o privado que ameritara atención.
Llamativamente, el FMI aún no veía problemas en un rígido sistema cambiario del cual todavía se encontraba “enamorado”, y al cual defendía a pesar de que toda la evidencia indicaba que este estaba introduciendo a todas las economías de la región en un espiral deflacionario. El año anterior Brasil había desafiado el paradigma de moda en el FMI -propagado por muchos técnicos locales- que conducía gradualmente a nuestras economías a la dolarización y al que Argentina se había aferrado atado al mástil de la convertibilidad.
Sin la posibilidad de alterar la política cambiaria para reactivar la economía, Uruguay se embarcó en un proceso de ajuste fiscal, comprometiéndose ante el FMI a una “significativa reducción del déficit para el período 2000-2001, bajándolo a la mitad” y llevándolo a 1,8% del PBI. El FMI aprobó el acuerdo el 31 de mayo por el equivalente a USD 200 millones, y a partir de ese momento la política económica quedó condicionada a lo que le indicara el organismo. Para el momento de la primera revisión al programa el 26 de febrero de 2001 “la retardada recuperación había deprimido la recaudación y generado mayores déficit fiscales a los esperados, pero las autoridades han hecho un gran esfuerzo para poner la economía en la dirección correcta –especialmente mediante un cauteloso control del gasto y un esfuerzo por bajar los costos de producción y mejorar las condiciones de competitividad de la economía”, según consignaba el chileno Aninat, director ejecutivo del organismo, explicando la esencia de un proceso deflacionario.
Para la segunda revisión de octubre de 2001, ya se había producido el brote de fiebre aftosa, y Aninat decía ahora que “Uruguay continúa enfrentando un entorno económico adverso, y el brote de aftosa afecta la recuperación que se anticipaba en el programa”. Pero la dirección seguía siendo la misma, ajuste fiscal. Cuando llegó la tercera revisión en marzo de 2002 ya estábamos en medio de la corrida bancaria, y fue necesario modificar los términos del acuerdo con el FMI. Para ese entonces Argentina ya había devaluado y se encontraba en medio de un caos social, económico y político, y no quedaban excusas para mantener el régimen cambiario, el cual ya se había flexibilizado parcialmente. Pero el FMI seguía insistiendo con un mayor ajuste.
“El programa de las autoridades uruguayas se basa en una mayor flexibilidad cambiaria apoyada por una política monetaria restrictiva y una consolidación fiscal que apunta a un equilibrio en las cuentas públicas para 2004”, decía entonces Horst Kohler, director ejecutivo del FMI. “Para lograr estos objetivos, las autoridades se enfocan en restricciones al gasto, incluyendo de salarios y pensiones”, agregaba Kohler para que no quedaran dudas, al mismo tiempo que alababa la ley de ajuste recientemente aprobada por el Parlamento.
De esta manera el FMI condicionaba a las autoridades locales a corregir una situación fiscal cuyo origen se encontraba en la presiones recesivas que el tipo de cambio sobrevaluado imponía en la economía. El resto de la historia es bastante más conocido.
El martes 30 de julio 2002 se decretó feriado bancario, el cual fue inmediatamente extendido por toda la semana. Mientras tanto el FMI promovía una “salida a la Argentina”, con congelamiento y licuación de depósitos. El presidente Batlle consideró que eso no era necesario y solicitó ayuda al presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, quien encomendó al Prof. John Taylor, subsecretario del Tesoro, a buscar una solución alternativa para nuestro país. Reunido el fin de semana con los representantes del equipo económico uruguayo, Taylor contribuyó a formular el plan que sentaría las bases de una “salida” que nos trajo hasta hoy.
Pero el plan requería financiamiento y el FMI estaba empacado. Fue así que en una movida casi sin precedentes, el presidente Bush autorizó al Tesoro a desembolsar el lunes 5 de agosto USD 1.466 millones que permitieron reabrir los bancos, garantizando los depósitos a la vista que el FMI quería congelar. Frente a la firme posición de los Estados Unidos, el FMI no tuvo más remedio que ablandar su posición, procediendo a desembolsar su propio préstamo el viernes 9 de agosto. Con esto se canceló la deuda con EE.UU. y se evitó una ruptura total de la cadena de pagos que hubiera implicado un colapso de la economía uruguaya.
Hoy Uruguay no tiene un programa con el FMI, y por tanto el organismo no tiene poder directo sobre nuestras políticas. Pero ese rol lo vienen llevando adelante las calificadoras, que piden un ajuste fiscal so pena de bajarnos la calificación. El resultado no es muy diferente, y condiciona a un gobierno que arranca a implementar medidas que mejoren la situación fiscal.
Si en el 2002 el deterioro fiscal era resultado directo de la recesión, no se puede decir lo mismo del caso actual. Es inadmisible que hayamos llegado a un déficit de 5% del PBI en una economía estable, eliminando toda posibilidad de política fiscal contracíclica. ¿Qué dejamos para el momento en que el ciclo económico nos ponga en recesión?
Sin dudas es necesario analizar los gastos en detalle y poner un freno al descontrol del período anterior. Pero el sector productivo ha venido contribuyendo vía impuestos y tarifas a que este déficit no sea aún mayor. Las empresas no están en condiciones de esperar que les llegue un alivio solo una vez que resolvamos el problema fiscal. Debemos mostrarle al FMI, las calificadoras y lo acreedores en general que mantener en pie al aparato productivo es la mejor inversión que podemos hacer, una que lejos de poner en riesgo a los acreedores, va a mejorar sustancialmente la calidad de los créditos.
No desatender las necesidades del sector productivo es una de las lecciones que nos quedan de los eventos del 2000-2002. De lo contrario vamos a seguir viendo un crecimiento de los asentamientos en la periferia de las ciudades, y llegará un momento en que el soneto de que “Uruguay siempre paga los contratos” resultará imposible de cumplir.
No hay que confundir austeridad en el gasto, en el sentido de no permitir derroches, con políticas de ajuste fiscal. La historia nos muestra que cuando se ajusta, se mantiene el gasto corriente en detrimento de las inversiones. Prueba de ello es que a pesar del récord de gasto público, Uruguay invierte hoy el mínimo en infraestructura de los últimos 50 años. Una cosa es encarar a los acreedores pidiendo paciencia para financiar Antel Arena y otros caprichos. Algo muy distinto es explicarles racionalmente que el tiempo y los fondos que se necesitan son una inversión para mantener un aparato productivo que entró en un espiral de cierres y despidos que pareciera no tener fin.
Esto alimenta la pobreza y el crecimiento de los asentamientos en la periferia de Montevideo. No hay plan educativo, edilicio o social que se pueda concebir para empezar a resolver el tema si no se para la hemorragia de cierre de empresas. Botana tiene razón.