El último vestigio de una política de precios sistemática en Estados Unidos, el Consejo de la Casa Blanca para la Estabilidad de los Salarios y los Precios fue abolido el 29 de enero de 1981, una semana después de que Ronald Reagan asumiera la presidencia. Esto puso fin a una serie de políticas que habían comenzado en abril de 1941 con la creación de la Oficina de Administración de Precios y Suministros Civiles de Franklin D. Roosevelt, siete meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor. Las políticas de precios durante este periodo tuvieron un doble objetivo: hacer frente a emergencias como la guerra y coordinar las expectativas de precios y salarios en tiempos de paz, para que la economía alcanzara el pleno empleo con salarios reales acordes a las mejoras de productividad. Como demuestra el historial de crecimiento, creación de empleo y productividad de Estados Unidos en la posguerra, estas políticas fueron muy eficaces, por lo que la mayoría de los economistas de la época las consideraban indispensables.
Los argumentos a favor de la eliminación de las políticas de precios fueron promovidos en gran medida por los grupos de presión empresariales que se oponían a los controles ya que interferían con sus ganancias y el ejercicio del poder de mercado. Economistas como Milton Friedman y Friedrich von Hayek ofrecieron a los grupos de presión el respaldo académico, conjurando visiones de empresas “perfectamente competitivas” cuyos precios se ajustaban libremente para mantener la economía en un equilibrio perpetuo en el que primaba el pleno empleo. Los economistas con ese tipo de fantasías no ocuparon puestos en la administración pública antes de 1981. Pero en la década de 1970, las condiciones para mantener una política de precios exitosa comenzaron a erosionarse. Los problemas se multiplicaron con la ruptura del sistema de Bretton Woods en 1971, la pérdida de control sobre los precios del petróleo en 1973 y el ascenso de competidores industriales extranjeros como Alemania y Japón primero, y luego México y Corea del Sur.
Reagan y Volcker (presidente de la Reserva Federal) triunfaron contra la inflación porque estuvieron dispuestos a pagar un precio enorme: un desempleo superior al 10% en 1982, una crisis de la deuda mundial que estuvo a punto de hacer caer los mayores bancos estadounidenses y una desindustrialización generalizada, sobre todo en la región del Medio Oeste. Una nueva corriente económica defendió todo esto proclamando falsamente que las políticas de precios siempre habían fracasado. La era del “no hay alternativa” había ya comenzado. Las políticas de la era Reagan también allanaron el camino para el ascenso de China. De hecho, su estrategia económica en la década de 1980 se basó en controles de precios con lentos ajustes, similares a las políticas estadounidenses de la década de 1940. Luego, en la década de 1990, mientras la economía rusa se hundía tras el “Big Bang” de la liberalización de precios, China continuó su camino gradual, permitiendo a su industria consolidarse mientras la estadounidense declinaba. Hoy vivimos en el mundo creado por Reagan, Volcker y China. Durante muchos años, la inflación se mantuvo baja porque los salarios estaban estancados y los bienes importados de China eran baratos (al igual que la energía y las materias primas, debido a la fortaleza del dólar y al auge de la energía de esquisto mucho más tarde). Pero la pandemia del covid-19 desbarató este mundo, provocando un shock en el precio del petróleo y la escasez de automóviles y otros bienes. La peor opción es dejar el asunto en manos de la Reserva Federal, que subirá los tipos de interés y luchará contra la inflación dejando que los estadounidenses se vean perjudicados por sus préstamos estudiantiles, sus alquileres, sus hipotecas y sus deudas médicas y, en última instancia, dejándolos sin trabajo. Eso es lo que defienden los economistas de la corriente principal, atrapados, como lo están, en la mentalidad reaccionaria que ha prevalecido durante 40 años.
James K. Galbraith, en Project Syndicate
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