Uno de los principales argumentos a favor del libre comercio son los excesos cometidos en nombre del proteccionismo.
Son muy pocos los temas de la disciplina que concitan la unanimidad de criterios entre los economistas. Quizá ello se deba a que toda decisión de política económica tiene impactos favorables o perjudiciales para distintas partes, quienes a su vez recurren a practicantes de la profesión para abogar por sus intereses. Una excepción podría ser las innegables bondades del comercio exterior, pero luego de dos siglos aun éstas caen hoy bajo la lupa.
David Ricardo (anglo-luso-sefaradí, 1772-1823), economista clásico a quien se le atribuye el concepto de la ventaja comparativa, abogaba por el libre comercio internacional. Desde su banca en el parlamento inglés combatió las “leyes del grano” (en realidad, aranceles y otras barreras) de 1815, que impulsaba la aristocracia terrateniente para defender sus rentas agrícolas ante la importación de cultivos más baratos provenientes del continente europeo luego de la paz pos-napoleónica.
Conscientemente o no, su posición promovía los intereses de la pujante burguesía industrial que precisaba de una gran fuerza laboral bien alimentada a bajo costo para garantizar la rentabilidad de sus emprendimientos en vertiginosa expansión merced a la primera revolución industrial.
La tardanza en las reformas del padrón electoral permitió a la campiña mantener esta legislación por tres décadas, hasta su derogación en 1846 que provocó una fuerte redistribución de ingresos desde las zonas rurales hacia los centros urbanos en pleno auge económico y demográfico.
La ventaja comparativa
Desde entonces la ventaja comparativa ha quedado tallada en piedra como principio rector de la organización económica de los países. ¿Qué es lo que sostiene? Básicamente que los países deberían producir y exportar los bienes y servicios en los cuales son relativamente más eficientes.
El concepto clave es la relatividad: no importa que un país no tenga ventaja absoluta en rubro alguno frente a sus potenciales socios comerciales. Siempre y cuando su desventaja sea relativamente menor en algún rubro, en éste deberá concentrar sus esfuerzos, o sea especializarse.
El posterior desarrollo de los modelos teóricos demuestra claramente que –bajo esta regla de especialización y algunos supuestos adicionales en cuanto a tecnologías y movilidad de factores– los participantes ganan con el comercio, en el sentido que teóricamente ambos pueden alcanzar mayores niveles agregados de bienestar (consumo) que operando en un contexto de autosuficiencia.
Así, el comercio voluntario quedó consagrado como actividad invariablemente beneficiosa, pasando a constituir la piedra angular de numerosas estrategias nacionales de crecimiento y desarrollo económico.
Comercio como plataforma de crecimiento
Si la mera creación de comercio internacional era vista como garantía de progreso, nada extraña que la visión económica global pos-1945 impulsada por los aliados occidentales se basara en dicho principio. La gradual reducción arancelaria recíproca en el marco del GATT (predecesor de la OMC) fue seguida por acuerdos de libre comercio, uniones aduaneras e integración económica regionales, hasta desembocar en la globalización lisa y llana de las últimas décadas. Ello dio lugar a un largo periodo de sostenido crecimiento económico global culminando en los excesos financieros que llevaron a la crisis del 2007-08.
Pero el éxito del proceso hizo pasar por alto la segunda parte de la lección: la liberalización comercial crea sectores ganadores y perdedores en cada país. Lo que la teoría postula son ganancias netas del comercio para la economía participante. Pero dentro de cada economía existirán sectores beneficiados y otros perjudicados por una apertura comercial cada vez mayor. Para que todos compartan las ganancias del comercio hace falta algún mecanismo de compensación entre sectores.
Un caso típico son los descontentos de la globalización en los países avanzados: bolsones demográficos en áreas otrora dedicadas al acero, carbón y manufacturas hoy remplazadas por la importación, con sus secuelas de alto desempleo, dependencia de transferencias fiscales y adicción a psicofármacos.
La huella estructural del comercio
Obviamente la especialización según ventaja comparativa no es completa. Siempre habrá actividades en otros sectores de bienes transables (compitiendo con la importación), así como un gran sector de producción de servicios que por su naturaleza escapan al comercio internacional.
Pero la apertura comercial tiende a perpetuar el perfil productivo de un país, volcando recursos hacia un sector exportador dinámico con alta productividad y contenido de valor agregado, mientras que el empleo tiende a concentrarse en sectores estancados de baja productividad. El resultado es una polarización económica que revierte el proceso de industrialización.
Una vez catalogado como país exportador de materias primas, resulta difícil quitarse la “etiqueta” y desarrollar una industria nacional exportadora. Hay una desindustrialización de los países muy avanzados que han logrado tercerizar sus industrias y se dedican casi enteramente a la exportación de servicios de alto valor. Y hay otra desindustrialización prematura que afecta a los países en desarrollo y proviene de la competencia de otros países en el contexto de procesos de apertura comercial.
Ello impacta especialmente en aquellos países cuyo mercado interno no permite alcanzar la escala de producción competitiva. Pensemos un instante en las industrias nacionales basadas en materia prima local que hemos ido perdiendo con los años, o cuya propiedad se ha ido desnacionalizando hacia empresas integradas a las redes internacionales de comercialización.
No es solo un tema de apertura comercial; los altos costos internacionales de operar en Uruguay también impactan. Pero esos costos no serían tan altos si hubiese empleo genuino y productivo al alcance de toda la fuerza laboral.
Acuerdos en el horizonte
Es importante, entonces, tener muy en cuenta a los potenciales perdedores a la hora de considerar el ingreso o la salida de acuerdos comerciales. Da la casualidad que nuestro país actualmente enfrenta dilemas de signo opuesto en esta materia. Por un lado, existe la posibilidad de lograr un acuerdo comercial de amplio alcance entre Mercosur y la Unión Europea. Por el otro, crece el sentimiento que un Mercosur inflexible e internamente inoperante no es el instrumento indicado para una proyección económica internacional indispensable si hemos de prosperar como nación.
Un estudio del Global Development Policy Center de Boston University[1] ha publicado recientemente un detallado análisis del acuerdo UE-Mercosur, concluyendo que la polarización económica puede resultar en estancamiento salarial, mayor desigualdad y desindustrialización prematura.
La UE propone reducir o eliminar aranceles sobre productos que representan el 100% del valor de sus importaciones industriales de Mercosur, pero solo el 82% de sus importaciones agropecuarias. A su vez, Mercosur daría similar trato al 90% y 95% del valor de sus importaciones de la UE, respectivamente. El trato disímil entre sectores muestra claramente un sesgo proteccionista agropecuario en la UE, frente a un sesgo proteccionista industrial en Mercosur.
Si Uruguay no está preparado para explotar al máximo las oportunidades de penetración comercial provistas por el Acuerdo, debería considerar que sí lo están los países de la UE para aprovechar la vulnerabilidad de la industria nacional.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex Director Ejecutivo del Banco Mundial.
[1] “Trading Away Industrialization?”, Capaldo & Omer.
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