“Es muy importante que nos tomemos esto en serio y si a Manini le interesaba una reforma impositiva, hay especialistas en cuestiones tributarias en Uruguay muy buenos… me parece que habría que haberles pedido a ellos que hicieran ese planteo”. Esta fue la opinión de uno de los participantes de la Tertulia de los Lunes, programa conducido por Emiliano Cotelo en Radiomundo. Se refería a la propuesta de modificaciones al régimen de exoneraciones fiscales planteado por el líder de Cabildo Abierto, presentadas en conferencia de prensa el viernes pasado.
Más allá de la ostensible falacia del razonamiento –con ese criterio solo generales de división podrían opinar sobre políticas de defensa o solo doctores ingenieros podrían opinar sobre políticas energéticas–, evidencia la importancia de estudiar a fondo el tema de los incentivos fiscales, haciéndolo dentro de un marco conceptual que permita a la ciudadanía comprender las diferentes aristas y los argumentos posibles que se pueden esgrimir sobre un área tan compleja.
Los agentes económicos compiten en un mundo cada vez más globalizado, pero cuyo ordenamiento político refleja todavía los preceptos de la Paz de Westfalia de 1648. Por un lado, las empresas deben competir de forma directa con contrapartes desperdigadas por el mundo en los mercados de exportación de bienes y servicios. Por otro lado, los Estados apoyan a sus empresas a través de regímenes regulatorios y fiscales diferenciales, instrumentos mediante los cuales procuran fomentar el aumento de la producción nacional y una mejora en las condiciones de trabajo para sus ciudadanos.
Es dentro de este contexto que los países compiten por atraer inversiones del extranjero, utilizando los incentivos fiscales, entre otros instrumentos disponibles en la caja de herramientas de la que disponen los Estados. Es allí donde entra la profesión económica, que debe contribuir a evaluar la rentabilidad social de los sacrificios fiscales otorgados. De lo contrario, se termina cayendo en el argumento simplista de que si no se otorgan los beneficios, nadie invertiría en el país. Ese argumento provocaría una competencia por exenciones fiscales que en el límite conduciría a caídas en la recaudación que no permitirían a los Estados sostenerse adecuadamente. Ese es el peligroso camino de la feudalización que recorren peligrosamente aquellos Estados que terminan categorizados como fallidos. Mucho antes de llegar a ese extremo, los Estados se ven forzados a discriminar a quien otorgan y a quien no otorgan estos incentivos fiscales, generando el incentivo para una competencia por rentas que se encuentra en la base de la corrupción del sistema (ver Anne Krueger en La economía política de la sociedad buscadora de rentas, American Economic Review, 1974).
La esencia del problema radica en que mientras el capital es móvil internacionalmente, el trabajo no lo es. En consecuencia, la competencia por atraer inversiones ha llevado a que la carga fiscal recaiga cada vez más sobre el trabajo, generando incentivos para la incorporación de tecnologías que eliminan puestos de trabajo, agravando los problemas de desempleo y pensiones que aquejan al mundo. Este es el trasfondo del acuerdo de los países integrantes del G-7 promoviendo un mínimo global en las tasas de impuesto a la renta empresarial. Pero las consecuencias de seguir en el rumbo actual no quedan limitadas a la economía. “Los trabajadores de salarios bajos no son las únicas víctimas de este cambio. A medida que se han ido reduciendo los puestos de trabajo de alta calidad, el crecimiento de los salarios de todos los trabajadores ha empezado a disminuir y el crecimiento cada vez más desigual ha empezado a erosionar la cohesión social y los principios e instituciones democráticos”, expresa Daron Acemoglu, profesor de Economía de MIT y autor de Por qué fracasan los países.
La historia económica mundial evidencia que los incentivos fiscales evolucionan permanentemente y que los Estados los van adaptando a medida que sus industrias maduran, se producen cambios tecnológicos, y resulta necesario enfocar los escasos recursos fiscales en actividades con potencial de desarrollo económico y social. Por tal motivo no se pueden interpretar cambios en los regímenes de exenciones como alteraciones a las “reglas de juego”. Muy por el contrario, un sistema de incentivos estático termina convertido en un mecanismo de captura de rentas por parte de sectores conectados políticamente, en detrimento de aquellos más dinámicos –y menos conectados– que contribuyen a la productividad a largo plazo de la economía. Como bien explicaba Schumpeter, los innovadores del pasado se convierten a menudo en un lastre para la economía del futuro.
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