Por supuesto, la economía y la geopolítica nunca han sido terrenos completamente disociados. El orden económico liberal post-Segunda Guerra Mundial fue diseñado por economistas, pero sobre la base de un plan maestro concebido por estrategas de política exterior. Los responsables de las políticas en el Estados Unidos de posguerra sabían lo que querían: lo que un informe del Consejo de Seguridad Nacional de 1950 llamaba “un contexto mundial en el que el sistema norteamericano pueda sobrevivir y florecer”. Desde su punto de vista, la prosperidad del mundo libre era el conducto (finalmente exitoso) para contener y posiblemente derrotar al comunismo soviético, y el orden liberal era el conducto hacia esa prosperidad.
El fin de la Guerra Fría colocó temporariamente a los economistas en la cima. Durante las siguientes tres décadas, los ministros de Finanzas y los banqueros centrales pensaban que dirigían el mundo. Como señalaron Jake Sullivan (hoy asesor de seguridad nacional del presidente norteamericano, Joe Biden) y Jennifer Harris en 2020, el manejo de la globalización se le había encomendado a “una pequeña comunidad de expertos”. Una vez más, había un objetivo geopolítico subyacente: de la misma manera que la apertura económica había contribuido al colapso de la Unión Soviética, se esperaba que produjera la convergencia de China hacia el modelo occidental. Pero para el resto, la interferencia siguió siendo limitada. El ascenso de China y su creciente rivalidad con Estados Unidos llevó esta era a su fin. Con el fracaso de la convergencia a través de una integración económica, la geopolítica ha vuelto a ocupar el primer plano.
Jean Pisani-Ferry, en Project Syndicate
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