El poder adquisitivo se abre paso dentro de la agenda política. Cada aumento de precios, aunque parezca anecdótico, revela la trama de una historia más compleja: la de las crecientes desigualdades sociales, pero sobre todo la percepción de que se hace imposible alcanzar el estilo de vida prometido a quienes trabajan y se consideran a sí mismos integrados en la sociedad. Detrás de la noción de poder adquisitivo, lo que está en juego es el contrato social. La Francia de la posguerra otorgó a los ciudadanos una “propiedad social”, en palabras del sociólogo Robert Castel (1933-2013): hasta entonces, la seguridad económica era un lujo reservado a los que disponían de capital. La propiedad social es una seguridad económica que proviene de la pertenencia a una sociedad y de la titularidad de derechos sociales.
El proyecto político, social y económico de la reconstrucción consistió en estabilizar la vida económica de los ciudadanos no solo mediante la seguridad social y las pensiones, sino también regulando el mercado de trabajo y desarrollando el crédito, con el fin de que todos tuvieran acceso al consumo y a un estilo de vida medio. Esto permitió un aumento espectacular en el nivel de equipamiento durante los “treinta años gloriosos”. Hoy está claro que un nivel mínimo de acceso al esparcimiento y la cultura es esencial para la integración en la sociedad. Por ejemplo, la ley de 1998 para combatir la exclusión incluía una prima de Navidad para las personas con RMI (ingreso mínimo de inserción). Por último, y quizás lo más importante, la promesa del Estado del bienestar es que los niños vivan al menos tan bien o mejor que sus padres.
Jeanne Lazarus, profesora del Centro de sociología de las organizaciones en Sciences Po, Paris. Publicado por Le Monde, Francia
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