A falta de estímulo, se espera que las economías post-COVID de Europa y Estados Unidos haya tenido en 2020 la contracción más elevada desde la Segunda Guerra Mundial, con un aumento concomitante del desempleo. Ahora, los planes de cesantías terminarán y los bancos centrales dicen que se están quedando sin municiones –o sea, su capacidad para mantener a los bonistas confiados de que se les va a pagar. En estas condiciones, la política fiscal es la única alternativa. Necesitamos con urgencia un nuevo marco macroeconómico que cubra los objetivos de una política fiscal activa, las reglas para llevarla a cabo y su coordinación con la política monetaria.
Dado que no solo estamos padeciendo un shock de demanda sino también de oferta, la política de recuperación también tendrá que abordar las cuestiones de la oferta. En otras palabras, el remedio keynesiano del lado de la demanda de pagarle a la gente para hacer pozos y volverlos a llenar es inadecuado. Si bien cualquier impulso directo de la demanda también impulsará de forma indirecta la oferta al aumentar el ingreso nacional, un serio retraso en la respuesta de la oferta corre el riesgo de generar inflación. Por esta razón, si no por otra, la inversión en nueva capacidad debería ser una parte importante de cualquier estímulo fiscal.
Este imperativo, a su vez, dirigirá la atención de los responsables de las políticas a la naturaleza de la oferta que exigirán las economías del futuro. En vista de los desafíos de largo plazo de la automatización y del cambio climático, cualquier política de recuperación postpandemia debería apuntar a garantizar la sustentabilidad de la economía, no solo su estabilidad cíclica. El argumento a favor de la política fiscal no es solo que se trata de un estabilizador macroeconómico más poderoso (por ser más focalizado) que la política monetaria, sino también que el gobierno es la única entidad aparte del sistema financiero capaz de asignar capital.
Economista británico Robert Skidelski, en Project Syndicate
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