Se llama política industrial, pero en realidad se refiere a cualquier intervención del estado que altere la neutralidad de trato entre los distintos sectores de actividad económica. O sea que beneficie o penalice una actividad en particular con relación a las demás. Un típico ejemplo del pasado nacional fue el uso durante décadas de tipos de cambio múltiples para distintas operativas de comercio exterior. Otro ejemplo, más reciente, ha sido los incentivos otorgados al sector de la forestación.
El término en sí es engañoso ya que surge en la subdisciplina de economía del desarrollo durante la etapa de descolonización global de la posguerra, bajo el supuesto implícito de que la industrialización era el camino del crecimiento indicado frente al estancamiento de la agricultura tradicional.
Sería más acertado referirse a “políticas sectoriales” o – como sugiere el BID – “políticas de desarrollo productivo” (PDP) de forma de desalentar la identificación del desarrollo económico únicamente con la creación de grandes industrias de chimenea en el sentido tradicional del vocablo.
Pero el hecho es que – llámense como se quiera – desde Colbert en el siglo XVII las intervenciones de los estados en sus economías han sido una constante en la búsqueda por promover los niveles de actividad, empleo y bienestar de sus habitantes. Y a pesar de que el concepto de mercado libre ganó la batalla de las ideas en el siglo XX, en todo el mundo la tendencia oficial a intervenir sigue en auge.
Fallas del mercado
Si los mercados funcionaran como sugiere la teoría, es decir competitivamente, con información perfecta, sin barreras de entrada ni salida, con transparencia de precios y en la ausencia de externalidades, no habría necesidad de intervenciones del estado. Su papel se reduciría a la de “gendarme” para mantener el orden y hacer cumplir las reglas del juego.
En el mundo real las intervenciones del estado responden a situaciones de fallas en los mercados que de alguna manera están impidiendo su desarrollo. Ello puede ocurrir en actividades económicas existentes que se ven frenadas en su expansión, o en la ausencia misma de actividad en mercados potenciales que no surgen debido a una percepción empresarial de falta de rentabilidad.
Estas fallas pueden estar en la propia estructura de mercado (no competitiva, rendimientos en escala, presencia de externalidades) o en la ausencia de información relevante sobre oportunidades.
En un reciente seminario la Dra. Ann Harrison (Universidad de California – Berkeley) expuso acerca de la experiencia de varias economías emergentes con sus “políticas industriales”. Su conclusión principal es que – si bien los países apelan cada vez más a ellas – son complejas y riesgosas. Suele suceder que la enmienda sea peor que el soneto en situaciones donde las fallas de diagnóstico, diseño o ejecución pesen más que la falla original de mercado que se buscó remediar.
No por ello debe dejárselas de lado, pero hay que poner especial cuidado tanto en identificar la falla de mercado como en elegir el instrumento de política adecuado. La literatura suele distinguir entre instrumentos “duros” como ser aranceles, subsidios, franquicias impositivas, etc. que impactan directamente en la rentabilidad de los beneficiarios y “blandos” como la promoción comercial externa del país, mejoras en infraestructura y coordinación de información entre agentes del sector privado.
Fallas de implementación
Un aspecto esencial de toda intervención es la solidez institucional del país ejecutante. El “amiguismo”, el clientelismo político, la corrupción lisa y llana, y todo otro apartamiento de los principios centrales de competencia y meritocracia en la adjudicación de beneficios no sólo los desvían de quienes mejor los aprovecharían, sino que conspiran en contra de la estructura de incentivos del sistema mismo.
El estado debe coordinar estrechamente su intervención con las industrias y actividades beneficiadas, pero poniendo especial recaudo en no caer en situación de captura institucional que implique, por ejemplo, la concesión de rentas permanentes sin creación de riqueza por la contraparte. El objetivo de la política debe ser el incentivar el esfuerzo, no reemplazarlo. En todo momento se debe promover la competencia – tanto interna como externa – de modo de favorecer la eficiencia y la innovación.
Es evidente que, si bien puede haber un organismo encargado de la ejecución central de una política industrial, su implementación práctica requiere el concurso de numerosas agencias estatales (e incluso interdisciplinarias) especializadas en temas de investigación, tecnología, capacitación, medio ambiente, financieros, impositivos, legales, comerciales, etc. Se requiere una estrecha coordinación entre todas para el ágil desempeño de sus funciones para ajustar sus plazos a los tiempos de la actividad privada.
Las políticas generalmente deben ser de largo plazo, particularmente para actividades sin antecedentes que requieran un período de aprendizaje y maduración. Pere deben fijarse límites más allá de los cuales haya que decidir si prolongar o no el apoyo. Puede que el aspecto más difícil sea elegir cuáles sectores o actividades apoyar, especialmente cuando se trate de áreas donde existe poca o ninguna experiencia previa del sector privado. No todas las intervenciones serán exitosas y hay que saber cuándo admitirlo y cambiar de curso.
Fallas en los mercados de factores
Nuestra economía crece lentamente salvo durante los esporádicos episodios de precios favorables para sus principales productos de origen primario. La rápida respuesta del sector agropecuario a los incentivos externos aprovecha estas circunstancias y derrama recursos hacia el resto de la economía, pero en tiempos normales la industria manufacturera y los sectores de servicios que atienden el mercado interno no exhiben mayor dinamismo (salvo debido a ocasionales auges en nuestros países vecinos). Uruguay no genera crecimiento, lo importa.
En Uruguay existen fallas estructurales en los dos principales mercados de factores: trabajo y capital. La primera impone un sobrecosto al empleo al abrir una fuerte brecha entre los promedios salariales y de productividad. Es el precio que una sociedad solidaria asume para vivir en armonía y tranquilidad, fruto de un siglo de legislación laboral de avanzada y del papel del estado como empleador de última instancia. Pero no deja de ser un desincentivo a la hora de considerar nuevos emprendimientos.
No hay crecimiento sin inversión, ni hay inversión sin fondos. El mercado de capitales es – a los efectos prácticos – casi inexistente en nuestra plaza, especialmente para empresas nuevas (“start-ups”) sin trayectoria comercial. La alternativa de recurrir a crédito por intermediación bancaria no es aconsejable para tales emprendimientos, tanto por costo como por plazo. La intervención del estado en el mercado de capitales por vía regulatoria ha tendido más a desincentivar que a promover dicha actividad.
Ambos mercados de factores en su conjunto contribuyen sustancialmente al llamado “costo Uruguay” que representa el principal impedimento al crecimiento por su impacto en la competitividad externa.
Nuestra robusta institucionalidad permite pensar que existe un gran campo para implementar PDP en distintos mercados de bienes y servicios, ya sean existentes o potenciales. La resultante creación de inversión y empleo podría incluso contribuir a remediar las fallas de los mercados de factores. Pero mientras que las franquicias que las PDP ofrezcan no logren neutralizar los altos costos de producir en Uruguay, no será fácil identificar actividades rentables.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex director ejecutivo del Banco Mundial.
TE PUEDE INTERESAR