La crisis de la pandemia ha marcado un regreso de Estados Unidos a las políticas industriales activas. En efecto, la administración Biden, con apoyo del Congreso, ha logrado otorgar préstamos, garantías, y subvenciones que han servido como incentivos al desarrollo de la capacidad productiva y la innovación por parte del sector privado.
La realidad ha logrado colocar en primera línea a las concepciones de aquellos economistas que se animaban a criticar el andamiaje económico neoliberal que ofrecía gran libertad de acción a los intereses de las grandes corporaciones. En el camino, las medidas de política industrial vienen demostrando su importancia como generadoras de bienes públicos. Pero para ello, es muy importante que el Estado diseñe mecanismos que eviten que estos bienes públicos se transformen en bienes privados a través del proceso comúnmente conocido como “captura de rentas”.
En un trabajo reciente, Lenore Palladino e Isabel Estévez sostienen que resulta imprescindible acotar el poder de los grandes grupos empresariales de priorizar el valor para sus accionistas en detrimento de la innovación, el bien público esencial que debería perseguir el Estado con sus políticas industriales.
Para las dos economistas estadounidenses, en su acepción más amplia, “política industrial” se refiere al despliegue de herramientas políticas con intención de influir en la creación de valor, tanto en términos de productos como de procesos. Mario Cimoli, Giovanni Dosi y Joseph Stiglitz argumentan en un trabajo publicado en 2009 que las políticas industriales “vienen junto con procesos de ingeniería institucional y dan forma a la propia naturaleza de los actores económicos, los mecanismos de mercado y las reglas bajo las cuales operan, actuando también de límite entre lo que se rige por las interacciones del mercado y lo que no”.
La crisis de la pandemia y la guerra han demostrado con hechos que una estrategia industrial requiere objetivos claramente definidos, lo que la economista Mariana Mazzucato denomina “misiones”. El grado con que los Estados logran alinear sus múltiples intervenciones políticas con objetivos de interés público claros marcan el éxito o el fracaso de sus estrategias industriales. Las “misiones” que los formuladores de políticas identifican como claves pueden ser muy diversas y significativas. Esto va desde los incentivos para la producción de vacunas (bien preferente) en pandemia, pasando por fomentar la transformación hacia energías limpias, hasta la erradicación de la pobreza.
Dani Rodrik destaca la relevancia demostrada en los últimos tiempos de una política industrial proactiva como instrumento eficaz para combatir el desempleo, atenuar los efectos del cambio climático y fomentar el crecimiento. Al cambio de paradigma inherente a este emergente consenso Rodrik lo califica de “productivismo”, enfatizando la diseminación de oportunidades económicas en todas las regiones y alineando todos los segmentos de la fuerza laboral estatal y de la sociedad civil hacia el logro de ese objetivo. Este enfoque no implica para Rodrik solo un rechazo al neoliberalismo, sino también un alejamiento del énfasis keynesiano en la redistribución, las transferencias sociales y la gestión macroeconómica en favor de medidas del lado de la oferta “para crear buenos empleos para todos”.
En resumen, las políticas industriales no solo deben promover las inversiones y la producción, sino que también deben encarar otros desafíos tales como los ambientales, la equidad, los derechos de los trabajadores y el respeto a las relaciones internacionales. Si se dejara todo esto liberado a los intereses individuales, se arriesga con perder estas otras dimensiones sin considerar la importancia que tienen para el interés público.
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