¿Conviene a un país tener moneda propia? Esta pregunta suelen hacerse no sólo los habitantes de países cuya moneda es endémicamente inestable, sino también los de aquellos que integran (o están considerando integrar) un área monetaria conjunta.
La gran ventaja de compartir una moneda entre países radica en eliminar las trabas al comercio que impone la necesidad de convertir una moneda a otra, así como los costos que representan la incertidumbre en cuanto a la evolución de los tipos de cambio. Esta fue la idea que inspiró la creación del euro como un paso adicional en la integración regional de Europa, así como la adopción del dólar por parte de El Salvador en el contexto de un TLC con los EE.UU.
Pero hay que elegir los socios monetarios con mucho cuidado. Ese fue el mensaje de Robert Mundell,[i] el canadiense premio nobel en economía y apodado el “padre del euro”. En lo posible las economías participantes debían presentar ciclos económicos sincronizados y niveles de inflación, déficit fiscal y endeudamiento similares (los famosos criterios de Maastricht). Imaginemos por un instante los desafíos que podría presentar una iniciativa de este tipo en el marco de Mercosur.
Don Dinero
Sin embargo, la abdicación de la soberanía monetaria también tiene sus costos, y para entenderlos debemos detenernos para analizar la naturaleza del dinero. ¿Para qué sirve el dinero? La respuesta de cajón: como medio de pago, unidad de cuenta y reserva de valor. Funciones que cualquier moneda puede proveer, si es bien manejada.
¿Pero la moneda propia es solo un símbolo de status como aerolínea de bandera nacional, que suele ofrecer más dolores de cabeza que satisfacciones? Reflexiones que uno hace ante el avance de la inflación. Si fuera solo eso, el argumento para importar una moneda ajena tendría bastante sentido.
No obstante, hay dos fuertes argumentos para tener moneda propia, uno fiscal y otro –a falta de mejor palabra– monetario. Empecemos por el fiscal, que es más intuitivo.
Señoreaje
Quien provee el dinero a un país goza de lo que se conoce como –en reconocimiento a los monarcas de antaño– el derecho de señoreaje. Al ser quien lo emite es a la vez el primero en gastarlo. En épocas de monedas de especie (es decir, con valor intrínseco propio como oro o plata) no parecería ser un gran privilegio, ya que el costo de acuñar igualaba el valor emitido (al menos si la moneda era buena). Pero todo cambió con el advenimiento de las monedas fiat (emitidas por decreto y sin valor intrínseco).
Allí el señoreaje se convierte en una fuente de ingresos para el estado, consistiendo en la diferencia entre el costo casi nulo de fabricación de la moneda y su valor de circulación. Supongamos un país (sin inflación, para simplificar el argumento) cuyo nivel de actividad crece anualmente en 5%. El dinero circulante debería crecer al mismo ritmo, simplemente para cumplir con su función de medio de pago. Dado que el estado manda fabricar el dinero y es el primero en gastarlo, el aumento del dinero resulta un ingreso parafiscal. Si la base monetaria (pasivos monetarios del banco central) representa un 20% del PBI el señoreaje representaría el 1% del PBI, una cifra nada desdeñable.
Supongamos en cambio que –como Ecuador– quisiéramos importar dólares para sustituir la moneda nacional, deberemos pagar al Tesoro o a la FED para que nos envíen el Hércules lleno de billetes. El derecho de señoreaje de la moneda adquirida queda en los EE.UU.
Monetario
Si el beneficio fiscal de tener moneda propia se ve reflejado en un ingreso para el estado, el beneficio monetario –en cambio– se refleja en la adquisición de un instrumento de política macroeconómica: la tasa de interés propia.
Sigamos con el ejemplo anterior. Si sólo circula una moneda extranjera en el país, la única tasa de interés que puede existir es la asociada a esa moneda en su país de origen. Cualquier intento de imponer localmente una tasa distinta simplemente dará lugar al ingreso o egreso de capitales (condición “sine qua non“) que buscarán arbitrar el diferencial de tasas hasta que desaparezca.
Con una moneda propia, en cambio, se abre la posibilidad de tener una política monetaria propia, es decir, influir en la tasa de interés local como herramienta para estimular o desestimular el ritmo de la actividad económica. Junto a la política fiscal (es decir, el control de la recaudación y el gasto), la política monetaria (el control de la tasa de interés) le ofrece al estado un segundo instrumento para influir en el nivel de actividad económica.
Pero hay una condición adicional: el tipo de cambio debe flotar (o sea, determinar su valor mediante el libre juego de la demanda y oferta en un mercado sin interferencias). Cualquier intento de amarrar su valor al de otra divisa en esencia no difiere en sus efectos –durante el lapso en el cual se mantiene– a los de adoptar como moneda propia aquella divisa y su tasa de interés.
La lección del euro
Sin duda la adopción del euro como moneda única por parte de 19 países miembros de la Unión Europea y otras 6 entidades políticamente autónomas ha sido un éxito en muchos sentidos. Pero el afán integrador pasó por encima de las precauciones señaladas por Mundell en cuanto a los aspectos que determinan un área monetaria óptima (donde circula una moneda única). Fue una lección dura que debieron aprender los países mediterráneos de la eurozona, ninguno más que Grecia durante la crisis de deuda soberana que azotó a la región como coletazo de la crisis financiera mundial del 2008-09.
Al abandonar la dracma y adoptar el euro, en la práctica Grecia abdicaba su soberanía monetaria en manos del Banco Central Europeo con sede en Frankfurt (casualmente a pocas cuadras del Deutsche Bundesbank), donde los países nórdicos ejercían fuerte influencia en la política monetaria del bloque.
El impacto de la crisis redujo los niveles de actividad y empleo a niveles sin precedentes modernos. Pero los correctivos tradicionales ya no estaban al alcance de los sucesivos gobiernos griegos. Sin moneda propia no había posibilidad de devaluar ni de reducir la tasa, opciones que las voces imperantes en el BCE no estaban dispuestas a considerar. Sin “ajuste por precio” la economía griega debió emprender el doloroso camino del “ajuste por cantidad”, agravando la recesión y el desempleo.
Uruguay
Queda claro que la moneda propia posee claras ventajas en cuanto al control de la economía, pero ¿qué pasa cuando se abusa de la función? Una moneda que por obra de exceso de emisión pierde su utilidad como reserva de valor es simplemente reemplazada en dicha función por otros activos, inclusive otras monedas. La memoria intergeneracional de décadas de alta inflación hace que el dólar sigue siendo la moneda de preferencia para operaciones de alto importe (deudas, ahorros, activos fijos, etc.) aun cuando en varios de los años recientes se ha depreciado con relación al peso.
Pero la pérdida de utilidad como reserva de valor no es el único problema. Al ser sustituido en parte por el dólar tanto en el circuito real como en el financiero, la tasa de interés en pesos pierde efectividad como herramienta antinflacionaria. Es el problema que hoy estamos viendo.
*Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Exdirector ejecutivo del Banco Mundial.
[1] “A Theory of Optimum Currency Areas”, 1961.
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