La epidemia del coronavirus continúa expandiéndose y se comienzan a sentir los efectos sobre la sociedad y la economía global. Mientras la enfermedad estuvo restringida a China, nuestra atención fue más limitada. Quizás porque la lejanía geográfica y cultural actuaron como barrera al contagio más difícil de frenar: el psicológico. Sin embargo, la propagación del virus en Italia cambió radicalmente este escenario.
Este lunes Italia decretó el cierre de fronteras, limitó severamente el movimiento de sus ciudadanos y encomendó a las Fuerzas Armadas la ejecución de las medidas necesarias para asegurar el bienestar de la población. Mientras tanto, las colas en los supermercados y las góndolas vacías nos traen memorias de la fallida Unión Soviética, evidenciando que el virus se instaló en la psicología social, y que el único verdadero antídoto es la presencia activa del Estado, la única barrera legítima entre la paz y la anarquía.
La atención de los medios se concentra en la caída de los precios de los activos financieros globales. Pero la abrupta caída de la demanda y el comercio internacionales han provocado un desplome en el precio del petróleo.
La caída en el transporte es de tal magnitud que algunos analistas calculan -ingenuamente- que fue una forma efectiva de reducir la huella de carbono, dato incómodo para los defensores de la globalización que al mismo tiempo combaten el cambio climático.
Las interrupciones al comercio afectan severamente las cadenas de producción desperdigadas por el planeta. La competencia a nivel global ha permitido bajar los costos de producción y mantener los precios y salarios acotados por las fuerzas del mercado, evitando así la intervención estatal. Esta tendencia cobró impulso terminada la Guerra Fría, cuando la resiliencia en los procesos de producción pasó a segundo plano y se privilegió la eficiencia en los costos. La presión por una mayor eficiencia lleva a que las empresas mantengan inventarios mínimos, haciéndolas cada vez más dependientes de una dispersa red de proveedores. Basta que se agote un componente crítico para que se interrumpa todo un proceso de producción. La pandemia ofrece así un espejo que permite reevaluar la organización industrial actual de nuestras economías.
La globalización ha tenido efectos más difíciles de revertir en individuos y familias, ya que los beneficios favorecen asimétricamente a quienes viven en las grandes ciudades, que ofician de nodos de la denominada “aldea global”. La concentración de la población en grandes ciudades, el debilitamiento de la red de contención familiar y la mayor distancia de las zonas productoras de alimentos no contribuyen a contener esta pandemia y sus efectos. Las imágenes de trabajadores tomando el último tren desde Milán para reunirse con sus familias en el “mezzogiorno” sirve de recordatorio de que la realidad es mucho más compleja que los textos de economía, y que muchas veces priman los “espíritus animales” de Lord Keynes por encima del cálculo frío y racional de los modelos económicos.
Los países desarrollados han reaccionado con rapidez. La acción decisiva de la Reserva Federal ofreciendo liquidez “infinita” ha contribuido a reducir la volatilidad de los mercados, balizando el camino al resto sobre cómo se sale de esta situación. Con su rápida expansión monetaria, la FED nos indica que no es momento de preocuparse sobre la inflación y sí de evitar que se rompa la cadena de pagos.
El FMI también instó enérgicamente a los países a expandir el gasto “como sea necesario”, relegando el objetivo fiscal a segundo plano. Economistas como Kenneth Rogoff opinan que la próxima recesión podría estar a la vuelta de la esquina, una que tendría características similares a la experimentada a mediados de los ´70, originada en un embargo petrolero y que ocasionó una contracción en la oferta de bienes.
Sin embargo, esta vez los estímulos fiscales y monetarios no alcanzarán para mantener las economías en pie. Los bancos centrales de Estados Unidos, Europa y Japón pueden emitir dinero con un clic de computadora. A sus Estados les basta un decreto para aumentar el gasto. Distinta es la situación de las economías emergentes que dependen del buen funcionamiento de los mercados de deuda -y las calificadoras- para expandir el gasto.
Pero estas medidas no resuelven el problema de un mercado de bienes que está sometido a restricciones en la oferta. El desabastecimiento es prueba irrefutable de fallas en los mercados que deben ser atendidas por el Estado. Como no hay pantallas con precios para medir el fenómeno, es poco el tiempo que los comentaristas dedican al tema. Pero debería ser fuente de preocupación, ya que la imagen de las colas en los supermercados de Milán no es muy diferente a aquellas de jubilados británicos haciendo cola fuera del Northern Rock, meses antes de la crisis de Lehman Brothers.
¿Cómo va a afectar todo esto a nuestro país?
China es el principal destino de nuestras exportaciones y muy probablemente sufriremos una caída en el precio de nuestros principales productos. También importamos del gigante asiático productos e insumos relevantes, particularmente aquellos necesarios para la construcción de infraestructuras como el ferrocarril y la planta de UPM.
Estos efectos negativos se compensan con la abrupta caída en el precio del petróleo, que induce a una baja en todos los precios de la energía. Esto ofrecerá algo más de tiempo a ANCAP para evaluar la suba en el precio de los combustibles. Pero lo mismo no ocurrirá con la energía eléctrica, ya que gran parte de las compras de energía de UTE son a precios fijos en dólares, habiendo perdido el ente flexibilidad para bajar las tarifas eléctricas.
Sin posibilidades de hacer política monetaria, a nuestro país solo le queda la alternativa de hacer política fiscal, dejando en evidencia la irresponsabilidad de la gestión económica anterior que entregó el gobierno con escaso margen de acción. A pesar de esto, una contracción fiscal en este momento iría a contrapelo de lo que tanto el FMI como los expertos recomiendan como la medicina adecuada para hacer frente a la situación actual. El repentino viraje del entorno económico internacional abre entonces una ventana de oportunidad a las autoridades actuales para intentar negociar mayor flexibilidad por parte de acreedores y calificadoras, ya que un ajuste en este contexto desfavorable nos podría empujar hacia escenarios pasados que produjeron un inmenso daño a trabajadores, familias y empresas.
Esto no quiere decir que no se deban hacer los ahorros de USD 900 millones que propone el equipo de gobierno, el que resulta imprescindible para redirigir recursos del sector público a un sector privado que los necesita con creciente urgencia. Esto permitirá mantener fábricas y establecimientos rurales abiertos, poniendo freno a una destrucción de empleo que no amaina. Son estos sectores productivos nacionales nuestra primera línea de defensa ante situaciones de desabastecimiento u otro tipo de dependencias que no benefician a la ciudadanía.
James K. Galbraith recuerda esta semana el estado de indefensión de su país cuando ocurrió el ataque a Pearl Harbor: “Las mismas instituciones, prácticas y sentido de servicio público que sirvieron a nuestros padres y abuelos nos pueden servir hoy también. No hay tiempo que perder”, afirma Galbraith refiriéndose a cómo los norteamericanos se recompusieron luego del evento. No es momento para ideologías, mucho menos para tolerar pasivamente desestabilizadores que lo único que logran es poner nerviosa a la gente.
Este es un momento para unir a la ciudadanía detrás de un propósito común, exigiendo al Estado y a sus instituciones que tomen un rol activo y decisivo.